LA modernidad y el avance de las civilizaciones no están reñidas con el sentido común. Las ciudades no deben estar supeditadas a los vaivenes de los idearios políticos. El ejemplo lo tenemos en los planes de ordenaciones urbanas que deberían ser fruto del consenso para llegar a tener ciudades más saludables y habitables.

Los centros sanitarios y escolares deben avanzar a la par de las nuevas tecnologías en consonancia con una sociedad en continuo dinamismo. Las circunvalaciones se hacen cada vez más necesarias, pero si se diseñan con visión de décadas para que no se colapsen. Las edificaciones inteligentes son imprescindibles para ganar en eficiencia en las viviendas.

El medio ambiente debe ser el principal de los objetivos para salvaguardar el planeta. La peatonalización de los centros históricos devuelve la vida a los intramuros. La expansión del extrarradio debería basarse en buenas comunicaciones. Las correctas infraestructuras de transportes facilitan la movilidad. Una cultura bien gestionada es fuente de riqueza emocional y una buena propuesta comercial e industrial supone cimentar el futuro económico de cualquier zona.

Pero, a diferencia de la mayoría de las ciudades del mundo, el protagonismo que tiene un elemento tan antiquísimo como es el de un río cercano a los asentamientos, desde los fenicios hasta nuestros días no ha seguido los cauces adecuados en muchos lares. El Danubio se dibuja en media Europa y hace de Viena el espejo inmaculado de sus cisnes. En París, en Londres, o en Sevilla, los ríos son seña de identidad y parte fundamental de lo cotidiano. Romanticismo, historia, turismo y naturaleza.

Mientras, el Guadalete surca la campiña olvidado. Quién sabe si el atractivo del agua, con ejecuciones hidráulicas, cotas, muros de contención o canales pudieran darle más protagonismo y cercanía a un río que es también parte de la historia de la ciudad. No es solo una utopía.

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