Decíamos ayer

En los veranos de antes, julio tenía su novela; agosto, dos o tres películas y septiembre, varios poemas

En lo que más noto el paso del tiempo es en el paso del tiempo. Ni padezco goteras ni achaques todavía, tampoco he perdido las ilusiones de la infancia, los ideales de la adolescencia o las ingenuidades de la juventud. Sigo siendo el niño que desayunaba con su abuelo. Pienso lo que pensaba, aunque más pensado. Pasar, pasar, aquí sólo ha pasado el tiempo, acelerado, eso sí, hasta unos extremos temerarios. ¿No respeta los límites de velocidad? El día menos pensado -como se dice- se nos sale en una curva.

Su aceleración es tal que afecta incluso al otro tiempo, al climatológico. Si en invierno hace frío, me encojo de hombros: en un segundo llegará el calor con el verano. Es todo tan rápido que el año parece uno de esos días de primavera que igual te pones el chaquetón que te quitas el jersey. También afecta a las instituciones. Vamos tan lanzados que el matrimonio indisoluble adquiere perfiles de intensa aventura fugaz, como en La fiera de mi niña. Cualquier montaña vista desde el AVE termina siendo una montaña rusa.

Afecta al veraneo. Recuerdo los días de antaño, cuando la hora de la siesta era un mundo claroscuro de órbitas inmóviles. El mes de julio tenía su novela; el de agosto, dos o tres películas y el mes de septiembre, un libro de poemas. Daba para todo y por partes. Ahora llegan los veraneantes y me cuesta cumplir el ritual de los saludos alborozados con que los indígenas los hemos recibido siempre a puerta gayola. No porque no me alegre, sino porque fue ayer cuando estaban aquí, el verano pasado. He perdido la perspectiva. Me sale un "hola" intrascendente, como saludando al que veo un día no, un día sí.

Tengo muy presente el fascinante estudio sociológico de Tajfel que demostró inapelablemente dos cosas: la primera, que los seres humanos somos sociales; la segunda, que los seres humanos somos antisociales. Quisiera, al menos, mantener ese profundo oxímoron y no parecer únicamente áspero. Por eso, me esfuerzo en fingir gran sorpresa cuando me encuentro con los veraneantes de siempre. Pero es un acto de voluntad contra mi percepción más persistente: la de que no se ausentaron más que un ratito apenas, como quien no sale por la lluvia, pero que, en cuanto sale el sol, se echa a la calle. "Como comentábamos ayer…", empezaría mi conversación, si me dejase llevar por mi estado de ánimo. Alguien me dice: "Al fin hace buen tiempo". Le contesto: "Bueno y rápido".

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