Defensa desapasionada del turismo

El gran inconveniente del turismo es tener que llevarse irremediablemente a uno mismo de viaje

Guardaba cola para entrar en la basílica del Vaticano bajo un sol de justicia laica y positivista, cuando recordé de golpe (de calor) un artículo que quise escribir y no hice. Supongo que se me cruzaría cualquier sobresalto político, como ocurre tanto. Se ha puesto de moda arremeter contra los turistas, ya sea por el rollo progre de las ciudades autónomas, ya sea por el rollo pijo de que ahora viaja cualquiera y eso es un asco.

Yo, aunque algo lejos de casa y en una cola lejos de la entrada, no soy un forofo del turismo, en absoluto. Pero no lo soy por amor a mi casa, a mi pueblo, a mi provincia y a sus monumentos y encantos naturales. Por eso, entiendo que no se viaje, porque interrumpe el disfrute de lo nuestro. También por el hecho inquietante de que, por lejos que uno se vaya, siempre se encontrará con uno mismo allí. De lo que más tendría que descansar, resulta que no puede descansar. O sea, que no muero por coger un avión, pero lo último que haría es meterme con quien lo hace, como si él no tuviese ya demasiado con lo suyo.

Ponerse a rajar de los que viajan es ignorar que cada cual tiene derecho a elegir cómo exprimir sus pobres vacaciones. E ignorar también que cada cual es un mundo y que puede haber móviles para la movilidad que sean inamovibles. Pienso en la necesidad de educar a los hijos en la contemplación del arte, o en el gusto de tener la oportunidad de convivir más estrechamente con los amigos, o en la posibilidad de rezar, como decía Eliot, allí donde la oración ha sido válida.

Rodeado de turistas por todos lados, en la cola del ferragosto (adelantado) romano, no olvidaba un hecho innegable: yo era uno entre ellos y al menos de mí podía defender ante cualquier tribunal, o progre o esnob o ambos, mis razones para estar allí, cociéndome vivo. Lo último que iba a hacer era protestar de todos los otros, como si a mí me asistiese un derecho sagrado que a los demás no. Asumía una solidaridad en la masa. Y cuando, entre un mar de cabezas, pude atisbar de nuevo la Piedad de Miguel Ángel, comprendí que su emoción y su hondura ni se restan ni se dividen. Irradiaba entera para mí, para todos. Un buen poema justifica que uno dé la vuelta al mundo para leerlo, vino a decir Yeats. Se entiende que pasa también con la escultura, la pintura, la arquitectura, etc., y que se puede dar la vuelta al mundo y, además, estar rodeado por todo el mundo, qué importa eso.

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