No sabemos, ni podemos adivinarlo, cómo recompondrán España los gobiernos futuros. Quizá estemos todavía a tiempo de ponerle el punto final a las autonomías y recuperar para el Estado ciertas competencias, como la educación o la sanidad, que nunca debieron dividirse y, por descontado, la libertad de hablar español, aprenderlo y usarlo según la libertad personal de cada uno como lengua franca y natural de la nación. La rapidez con la que los nacionalismos han pasado de ser de extrema derecha a izquierda revolucionaria es difícil de comprender, aunque bien explicado todo se entiende. Pero no lo explican. Dejan hacer hasta que se haya llegado tan lejos que no encontremos manera de volver. Nos recuerda a ciertas enfermedades corrientes que sufríamos en la juventud sin ir al médico, porque confiábamos en que se curarían solas. Casi siempre era así: pasaban unos días de fastidio y poco a poco nos recuperábamos hasta estar repuestos del todo. Otras veces había que ir al médico.
Dudamos de que el desaguisado, el embrollo, la situación institucional y la economía se arreglen solos, dejando que el tiempo rescate para los españoles el perdido sentido común. Fuimos educados en la idea de España, no por Franco, un militar poco culto, sino por Menéndez Pidal, Ortega y Gasset, Antonio Machado, Gregorio Marañón, Julián Marías, Martín de Riquer, Antonio Domínguez Ortiz, Francisco Rodríguez Adrados y muchos más, y parece ahora que su esfuerzo no sirvió de nada. Los grandes partidos, que representan a la inmensa mayoría de los españoles, no logran un acuerdo que nos aleje del abismo de las minorías nacionalistas que representan a muy pocos. Es una coyuntura política, una estrategia que no va en serio y que sólo trata de mantener el Poder. Sí; pero, ¿sabrán cuándo hay que frenar, poner orden y desengañar a los segregacionistas en su metro cuadrado y en su grupo de visionarios de la historia?
Unos días nos invade la sensación de impotencia; otros, una tristeza que nos conduce al desánimo y a temer lo peor; otros, un asombro ante tanta irresponsabilidad. Y todo ello a la desconfianza de que puedan solucionar los grandes problemas, a la inseguridad de vivir en un país desprestigiado con su identidad rota y su Historia escondida. O tergiversada. O inventada. Nos fuerzan a respetar y cumplir leyes injustas sacadas adelante contra la opinión de la mayoría de los españoles por las presiones de grupos insignificantes. España se ha convertido en una extraña democracia en la que el Parlamento no controla al Gobierno, sino al revés, y esas democracias tienen apellidos, no son democracias a secas. Como la seda de Camba vista en un escaparate: 'seda X', 'seda Y', 'seda Z', y, por fin 'seda'. Y, por fin, democracia sin calificativos, donde la mayoría se haga respetar y no tenga que doblegarse ante unos pocos desaprensivos.
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