Nunca me ha gustado arriesgar el tipo. Vamos, que de héroe tengo poco. Tampoco he tenido nunca alma de aventurero. Como mucho, hacer la ruta del Majaceite, en esos tiempos en que para mí la naturaleza era importante, pero lo era mucho más las cosas que mi mujer metía en la mochila para cuando llegara la hora de comer. O sea, que en cuanto me ponía morada, el resto del trayecto carecía de todo interés (salvo que la cosa se alargara y llegara la hora de merendar, claro).

Bueno, a lo que iba. El otro día me levanté con ganas de sentir en el cuerpo adrenalina por un tubo. Quería vivir en mis carnes qué se siente cuando uno se sube a un aparato con la incertidumbre esa de si vas a vivir para contarlo o te van a llevar a tu casa con los pies por delante, el brazo en cabestrillo, o la boca para tirarte una buena temporada con sopitas y yogures.

No necesitaba de vestimenta especial, ni hacer ningún tipo de reserva, así que me puse la ropa, salí a la calle y, por fin, decidí en qué quería subirme.

Mientras esperaba mi turno para subir, estuve un tiempo pensando si no sería más arriesgado el puenting, o tirarme en paracaídas. Pero no. Uno llega a un momento en que no importa si te la juegas, aunque la actividad sea de máximo riesgo: el peligro llevado al límite.

Pero tengo que decir que cuando llegué al punto de partida me decepcionó un poco la cantidad de gente que había y, sobre todo, que el público para la atracción era de todas las edades: sobre todo ancianos, quienes, para mayor humillación mía, ni siquiera mostraban el menor síntoma de nerviosismo.

Pero ya estaba allí y no pensaba echarme atrás. Así que me subí, pagué el precio por pasar (no sabía aún si un mal o buen rato), tomé asiento y esperé que el bus urbano de circunvalación llevara el peligro al límite de lo soportable.

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