Si a Antonio Machado, según confiesa en su autobiográfico Retrato, fue el soliloquio el que le enseñó "el secreto de la filantropía", es en estas fechas la pirotecnia callejera la que nos enseña el secreto de la tolerancia. De la tolerancia por cojones; y disculpen la expresión, pero es la más clara. Mientras que el monólogo interior es de suyo silencioso, los petardos son insoportables para quienes no se divierten con su estruendo. Es ésta, la de aquí, una comunidad que corona al ruido como estandarte del derecho a la diversión, el más pueril y demagógico de los derechos contemporáneos: pan y circo, y explosiones callejeras. Tolerancia obligada ante la molestia, un abuso por el que los ostentosos de ocasión exigen "su libertad", esgrimiendo un principio de convivencia -es un decir- que subyace: hoy das por el saco tú; mañana, yo. El derecho a dar el coñazo está santificado en la sociedad de las éticas indoloras e infantiles.

Los defensores de las tradiciones -las suyas, o las que ellos asumen como colectivas e inalienables- te dirán: "Se han tirado petardos de toda la vida". También se daban bofetones a los niños y pellizcos a las niñas de pocos años para educar en los colegios, y también, ya puestos a esgrimir costumbres, se quemaba a los herejes, o se practicó, también por costumbre, el canibalismo para compensar un déficit proteínico. Que los animales sufran con la molestísima diversión del protagonista de ocasión será soslayado por quienes defiendan un "que se jodan los perros, no son personas". Pero resulta que hay humanos menores y menos menores que acusan el bombazo intempestivo o, mucho peor, padecen de autismo o tienen problemas de interpretación de la realidad, y sienten un terror insuperable al oír estas explosiones, gratuitas y narcisistas. Tan navideñas y tan tradicionales.

Lo malo es que nuestros ayuntamientos permitan con ordenanzas y en ciertas fechas, como estas de ahora, la detonación discrecional e inesperada. Una marcha procesional, un desfile reivindicativo no son lo mismo que un petardazo en tu casapuerta o a pocos metros de tus ojos; no es igual que te anuncien un desfile a que te lo encuentres cuando el procesionista decida a su criterio, y por tanto no es tolerable que las ciudades den patente de corso en varios días a quienes ignoran, para su tradicional solaz, a enfermos, mayores, discapacitados, gente a la que el ruido brutal y repentino molesta o asusta. Por no hablar de los animales de compañía. A pesar de que raro es el hogar que no tiene perritos y gatitos. No hacer ruido agresivo es filantropía, o sea, respeto.

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