MIENTRAS que las lavas de los volcanes se deslizan, los chavales motoristas de quince años mueren en el asfalto, las trifulcas se hacen dueñas de las calles, la pandemia sigue como presencia fantasmagórica en nuestra sociedad, la vida parece que continúa, pero vaya de qué forma.

Aflorando las carencias de siempre, pero renovadas con el filtro de la imbecilidad. Retratándose. Creciendo el número de idiotas que siguen funcionando con el piloto automático a modo de kamikazes de las emociones y los egoísmos auto justificados para hacer ver que les importa un comino la vida de los demás. Poca educación. Pocos valores. Demasiada falta de criterio. Pocas luces en general. Muchos tontos de capirote los que seguimos con los ojos como platos ante la realidad no virtual que vemos a diario. Las ciudades se desperezan escudándose en el pasado. Con prisas y como si el mundo se acabara. Con los mismos actos y celebraciones que se conocían antes de la nueva normalidad y sin ninguna intención de renovarse, después de lo aprendido, para lograr una nueva escala de valores.

Recuperando los macro botellones perdidos, cambiando los carnavales al otoño, sacando los pasos en pleno mes de septiembre, organizando carreras en los estantes de los grandes almacenes, haciendo que parezca que la Navidad esté presente en los centros comerciales todos los sábados, decorando con luces y plantas las calles largas o montando farolillos y sevillanas alternativas en todas las terrazas de los bares a modo de real de feria intemporal.

De locos. Una nueva anormalidad sobreexcitada y cargada de adrenalina que se está haciendo hueco de lunes a viernes y fines de semana, por las mañanas, las tardes y las noches y que está definiendo perfectamente a la civilización del apocalipsis, la que no aprende, la del miedo y la falta de respeto por las generaciones futuras.

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