Elautoodio o rechazo de lo propio, Selbsthass en alemán, idioma desde el que el concepto se extendió a otras lenguas europeas a comienzos del siglo XX, se relacionaba en origen con esa peculiar forma de antisemitismo practicada por miembros de la comunidad judía que de algún modo habían interiorizado los estereotipos negativos, asumiendo el discurso racista por un sentimiento inducido de culpabilidad o inferioridad. No ha sido un sentimiento infrecuente entre las personas que formaban parte de minorías étnicas o lingüísticas, deseosas de ser plenamente aceptadas en sociedades para las que la pertenencia a grupos marginales -o marginados, precisamente por su no completa asimilación a los patrones mayoritarios- era un motivo injustificado de exclusión y desprecio. Desde hace unas décadas, sin embargo, y de modo especialmente virulento en los últimos años, vemos cómo la negación de las propias raíces o de la propia tradición -la negación radical, que dista mucho del cuestionamiento crítico- se ha convertido en una moda arrasadora, surgida en Estados Unidos e importada a Europa y el conjunto de Occidente. La ortodoxia identitaria nació de un agravio real, debido no sólo a la postración histórica de las minorías sino a la persistencia de la discriminación y a la voluntad, sin duda encomiable, de acabar con las desigualdades. La permanente alerta ante la injusticia que proclama el llamado pensamiento woke no tendría nada de malo, sino al contrario, si sus adalides no hicieran gala de un celo inquisitorial que ha dado lugar a una nueva clase de fundamentalismo, cuyos seguidores reducen a los individuos a categorías no elegidas y culpan o victimizan a colectivos enteros. De hecho, más que de una corriente de pensamiento, podría hablarse de una secta, en tanto que los activistas despiertos no aspiran a persuadir sino a señalar a quienes no comulgan con sus dogmas. La insistencia en la autoflagelación, la reescritura de la Historia como una sucesión de abusos de los que los contemporáneos seríamos partícipes o la descripción de las democracias occidentales como sistemas corroídos por la iniquidad y la violencia, parten de una caricatura que ignora lo mejor de nuestro mundo. Hay en esta visión una especie de masoquismo, además de hipocresía, porque la posibilidad de disentir o de luchar por la ampliación de los derechos y libertades es una de las características que definen, con todas sus insuficiencias, a los países, no tantos, en los que ya no se persigue a nadie por sus ideas. Sin negar las buenas intenciones de muchos de sus militantes, los movimientos identitarios no proponen otra cosa que el regreso a la tribu.

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