Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Desprecios sin perdón

Desde hace muchos siglos, el Hombre ha tenido la fortuna de contar con personas que han dedicado su inteligencia y parte de su tiempo, a pensar. Para aquel que sienta curiosidad -madre de la sabiduría- por plantearse tantos “¿por qué?” que parecen querer negar su respuesta a las dudas que guardan con celo, les diremos que, sin haber hallado, ni mucho menos, aclaración a tantas de las incertidumbres existenciales que nos conciernen, contamos con una ingente cantidad de sabiduría, transmitida en modo oral o escrito, conservada para bien de mentes inquietas y esperanza de un género, el humano, empeñado en el desprecio de lo sabio, el culto a lo vulgar y el ansia exclusiva por lo material.

Sin entrar en profundidades filosóficas -no es este el lugar adecuado para un ensayo sobre estos menesteres-, podemos aceptar, supongo, que lo que somos, lo somos en dos dimensiones: física: un cuerpo que nos materializa; y espiritual: un alma que nos regala la consciencia y nos permite, entre otras muchas cosas, el acceso al conocimiento.

No pretendemos entrar, tampoco, en la vertiente religiosa de la cuestión, esto, además de harto complejo, nos llevaría por derroteros que impedirían reflejar el sutil esbozo de la idea que intentamos traer, hoy, aquí.

Leer a los filósofos clásicos, no es necesario, en absoluto, que uno se haya de tener por filósofo para hacerlo, supone, a más de fuente imprescindible de aprendizaje sobre lo que somos, de “dónde” venimos, por y para qué estamos aquí, a “dónde” vamos, etc., un regalo, de valor incalculable, para las incógnitas que merodean el entorno de los espíritus inquietos.

“Estamos” aquí, es decir: vivimos, con el objetivo, primero y sustancial, de alcanzar la felicidad. No hay otra razón, con mayor peso que esta, que mueva tanta pasión, desenlace tragedias, logre heroicidades, revele bajezas, muestre virtudes o delate los más recónditos entresijos de nuestra condición. Vamos, siempre y de un modo u otro, tras el encuentro con la serenidad y la paz, en y con nosotros; en pos de la coherencia entre deseo y esperanza, fantasía y realidad; son modos de estar en los que queremos estar para poder ser como queremos ser.

Platón, maestro de maestros y pensador primigenio, nos hablaba de la necesidad de congeniar los lastres de un cuerpo sometido a las debilidades materiales, con las posibilidades, fuera del alcance del universo que nuestros cuerpos entienden, del alma cognitiva, la excepcionalidad que nos diferencia de los animales -con un alma sensitiva-, de las plantas -su alma es vegetativa-, y de los seres inanimados -sin alma-.

El cuerpo nos ata. Sus debilidades nos limitan, sus exigencias condicionan, en exceso, nuestras vidas. Puede mostrarse -nuestro cuerpo- muy explícito, y muy exigente también. Puede pretender “hacernos pensar” que lo mejor para la persona que somos, sea lo que resulte mejor para él, pero no es así. Su “egoísmo”, siendo tan sólo una parte de lo que nosotros somos, es muy capaz de abocarnos a una actitud en la que terminemos por ser egoístas en el todo que como personas somos, y no deberíamos consentirlo. No debiéramos hacerlo porque difícilmente vamos a lograr aproximarnos al fin para el que vivimos, la felicidad, con los medios que nuestro cuerpo pueda poner a nuestra disposición. Sus querencias, sus “necesidades”, sus imposiciones, sus “argumentos” y sus requiebros también, no alcanzan al mundo de las ideas, en el que podremos disponer de la felicidad que deseamos y para la que somos.

Para llegar a vivir como todos queremos vivir: sin angustias, pero con quietud; sin odio, y sí en concordia; sin miedos, pero en confianza; sin rencor … con generosidad; lejos de la envidia, envueltos en solidaridad; hay que andar por un carril por el que no puede caminar nuestro cuerpo.

Es como si agarran un flamante deportivo automático, con cientos de caballos de potencia, asientos de cuero, térmicos y capaces de dar masaje a los riñones, aire acondicionado, navegador, etc., y se meten por una carril, en plena sierra, lleno de pedruscos, baches, charcos, obstáculos, barro…. A los pocos metros, el flamante auto se quedará atascado, la transmisión destrozada, el tubo de escape, pensado para autopistas, roto, la carrocería abollada y el vehículo, en resumen, inutilizado, eso sí, el “masajeador” lumbar, seguirá funcionando... Desesperados, sólo quedará llamar, si hay cobertura, al servicio de asistencia para que envíe una grúa a recogernos. Esto, lo del deportivo, en el mejor de los casos, porque hay quien se adentra en semejantes carriles con un humilde “Seat Panda”, o similar… Sin embargo, si lo que deciden es echar mano de un discreto y golpeado todoterreno, sin ninguna de las comodidades antes descritas, pero con una suspensión a prueba de bombas, tracción a las cuatro ruedas, “reductora”, el chasis elevado y la carrocería consistente, seguro que, sin mayor inconveniente, andarán la senda y llegarán a su destino. Igual ocurre con nuestra alma y el cuerpo que la somete, o eso intenta: lo que a uno le es propio, al otro le resulta ajeno.

Sólo a través del espíritu podremos alcanzar lo que buscamos. Sólo buscando, con opciones de encontrar la coherencia y la calma, a través de nuestra alma, capaz del conocimiento, tendremos opción de disfrutar del bienestar que hallaremos cuando consigamos el fin para el que estamos.

En absoluto pretendo decir que haya que despreciar, ni demonizar, muchos de los placeres que el cuerpo nos ofrece; tan sólo debemos cuidar de que seamos nosotros los que los queramos, escojamos y gocemos, y no, por el contrario, ellos los que nos hagan quererlos, por tanto dependientes, y por tanto esclavizados.

Muchas faltas se pueden perdonar, el desprecio por la búsqueda de la sabiduría no es una de ellas.

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