Hay que tener muchísimo miramiento. Las cuestiones diplomáticas son tan delicadas que conviene andarse con mil ojos cuando vienen de visita los presidentes de los gobiernos y las embajadoras. Desde el menú principal hasta el color de las cortinas; desde el escote de la anfitriona hasta los guantes del mayordomo; hay que cuidar hasta el último detalle, más que nada para que los invitados se lo pasen tan ricamente y no se levanten del almuerzo con más ganas de declarar una guerra mundial que de fumarse un puro.

Por eso a nadie en su sano juicio se le ocurriría poner de aperitivo un buen trago de tequila a Donald Trump (quien presume de ser abstemio), como tampoco sería lo más conveniente servir al Dalai Lama una fuente de pajaritos fritos, o unos callos a la riojana, así estuviera de visita en el mismo Logroño.

Y precisamente por eso al presidente de China, en su reciente visita a Madrid, aparte de sacarlo a hacer turismo, además de enseñarle el Palacio de la Zarzuela y darle la Llave de Oro de la Ciudad -que no se la dan a cualquiera-, me lo han tratado a cuerpo de rey, que es como les gusta ser tratados a los presidentes de las repúblicas. Con tal de tenerlo contento, hasta retiraron de la circulación a cierto pedigüeño que ronda por la Puerta del Sol, no fuera a molestar al señor presidente ver a ese fulano, disfrazado como suele ir, de Winnie the Pooh, que es un osito bastante cursi de los dibujos animados, pero que por lo visto le cabrea horrores al mandatario chino, porque es el mote con el que sus compatriotas se cachondean de él.

Ya le tiene que fastidiar que lo comparen con el osito en cuestión, porque las películas del tal Winnie the Pooh están terminantemente prohibidas en su imperio. Aunque eso tampoco es noticia, porque China (donde los derechos humanos valen tanto como los rollitos de primavera, y donde las sentencias de muerte se firman como si fueran contratos de alquiler) no la vamos a poner como un ejemplo de democracia.

Pero tampoco es cuestión de afeárselo. Cuando anda en juego un negocio boyante como la exportación de jamones (y encima a un país donde vive tanta gente que, con un par de lonchas que comieran al día, se extinguirían los cerdos en el mundo), lo natural no es ya que se impida a los pedigüeños vestirse de osito. Lo natural sería besar el suelo por donde pisa ese presidente tan rumboso.

A un país como Somalia, que no nos compra ni chicharrones, le podríamos echar en cara todas las atrocidades que nos apetezca. Pero a China, que se va a gastar una fortuna en productos ibéricos, ¿le vamos a ir con esas pamplinas de los derechos humanos?

Y menos mal que el osito que ofende al presidente chino es ese de peluche que gusta tanto a los niños. Si llega a ser el otro -el del madroño-, a lo mejor la capital de España tendría que retirar su escudo y poner, en su lugar, algo más del gusto de este hombre. Un oso panda comiendo bambú podría valer.

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