Muchos lamentan que exista la disciplina de voto en el Congreso. Comprendo los deseos ahorrativos de todos los que dicen que, ya puestos, podríamos implantar el voto ponderado según el peso de los hipotéticos diputados disciplinados y dejar de pagar sueldos astronómicos a culiparlantes profesionales.

Lo bonito del asunto es que todo es mucho más complicado. Para acabar con esa disciplina habría que reformar muy a fondo nuestro sistema electoral. Si los candidatos los ponen los partidos y, en muy buena medida, sacan sus escaños gracias al apoyo de unas siglas, al tirón de unos líderes nacionales y a la financiación del partido, es lógico que luego el partido exija su contrapartida. No recuerdo ahora qué dos diputados de Alianza Popular al principio de la democracia decían: «Ahí llega el electorado que nos escogió, al que se lo debemos todo…», y señalaban a don Manuel Fraga Iribarne, que entraba.

Yo preferiría un sistema electoral que fomentase una mayor libertad de voto; pero al actual de disciplina de partido hay que reconocerle, además de coherencia con lo que hay, ciertas ventajas pragmáticas. Y una virtud esencial: su imperfección.

Dos artículos de la Constitución (67 y 79) protegen al diputado o al senador que se salta la disciplina. De modo que, si un diputado quiere votar en conciencia, puede. Tendrá que pagar una multa (que va en el sueldo) y esperar que los jerarcas del partido tengan mala memoria para que no le dejen fuera de las listas en las próximas elecciones (como sucedió a aquellos diputados y senadores del PP que se atrevieron a defender su programa electoral en defensa de la vida). Otros tenían más chamba, como Celia Villalobos.

Lo importante es que la disciplina de voto no impide el voto en conciencia. Exige, eso sí, la disposición a pagar un coste personal, pero nadie dijo que cumplir con la propia conciencia fuese fácil ni para un político ni para un tendero. El mérito de los que actúan conforme a ella en muchos ámbitos de la vida personal, profesional o política estriba, precisamente, en el heroísmo que conlleva.

Así que yo no me lamentaría tanto por una disciplina de voto que, en realidad, sirve para testar qué votos son de verdad en conciencia (y, por tanto, asumen los riesgos). Y cuáles se quedan en deseos en voz baja, caprichos personales todo lo bien intencionados que se quiera, pero que no les merecen la pena del gesto y la incomodidad.

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