Un abogado madrileño y espabilado ha dado en la tecla de la consideración social que tiene hoy el matrimonio, que es poco o nada. Y para sacarle partido a la fugacidad de las relaciones, inventó hace un año un "método innovador"-dice algún medio de comunicación-, de poner fin al contrato matrimonial: las divorcionetas. Vehículos que recorren la ciudad anunciando divorcios por 150 euros. El eslogan no tiene desperdicio: "Si el camión se te aparece, será porque la ocasión lo merece. Juntos o separados pero felices". Lo de menos es la frivolidad del método o el perfil deontológico de su inventor; éstos son consecuencia de algo más serio. Baumann lo llama sociedad líquida, amor líquido. En la era del conocimiento desconocemos la perdurabilidad de los compromisos, la palabra dada, la lealtad o la voluntad de arreglar lo que se rompe, en vez de sustituirlo. Las relaciones hoy-sean de amor o amistad-, nacen con el chip de la obsolescencia programada; no hay quien venza al dios del ego y el individualismo. Líbreme de decir a nadie cómo tiene que organizar su vida, con quien ha de compartirla y hasta cuándo. La cuestión radica en que hemos generalizado que mi felicidad es lo primero sin saber muy bien en qué consiste ser feliz; en el mercado de las emociones y afectos la oferta es inmensa, el mostrador del placer está repleto de experiencias fugaces e instantáneas de usar y tirar que van excluyendo sin darnos cuenta la experiencia del Otro, sea mi pareja, amigo o familia. Si mi formación moral es frágil, llenaré la alforja de las posesiones y vaciaré la mochila de la auténtica felicidad humana. Por eso hay tanto infeliz suelto y resuelto a seguir comprando en el falso mercado low cost de la vaciedad consumista, esa que piensa en mí antes que en nadie más. El de la divorcioneta se forrará, no lo duden ni un instante.

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