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El casi centenario George Blake ha muerto sin abjurar de su lealtad a un país que ya no existe

Afinales del incierto año que comienza se cumplirán tres décadas de la disolución de la URSS y estos días hemos sabido de la muerte del legendario agente doble George Blake, que como sus compatriotas los célebres integrantes del Círculo de Cambridge -con algunos de los cuales coincidiría en el exilio ruso, donde los renegados de Occidente eran recibidos como héroes- trabajó para la inteligencia soviética durante la Guerra Fría. Con razón se ha dicho que su desaparición, sumada a la también reciente del novelista John Le Carré, un antiguo miembro de los servicios secretos que supo recrear como nadie la turbia atmósfera en la que se movían los peones de aquel enfrentamiento soterrado, librado al margen de leyes y convenciones morales, señala el final de una época que la mayoría de los contemporáneos sólo hemos conocido en las ficciones o los libros de Historia. Los obituarios han recordado que fue uno de los cinco de Cambridge, el no menos legendario Kim Philby, la causa de que Le Carré, o sea el agente David Cornwell, tuviera que abandonar su dedicación al espionaje cuando su nombre -como los de otros muchos colegas, no todos vivieron para contarlo- pasó a ser conocido al otro lado del telón de acero. Años después el escritor, que supo retratar caracteres complejos sin condescender a la propaganda, se inspiraría en su ya desenmascarado superior para dar forma al protagonista de El topo. Sobre Philby, que murió un año antes de la caída del muro, alcoholizado pero contumaz en sus elogios del marxismo-leninismo, podemos leer la valiosa biografía de Ben Macintyre, así como otra de Enrique Bocanegra, especialmente interesante para los lectores españoles, que aborda sus orígenes y andanzas en la Guerra Civil. Entre los famosos cinco se contaba también el historiador del arte Anthony Blunt, tal vez el personaje más enigmático y fascinante del grupo, a quien John Banville dedicó una soberbia novela, El intocable, que recrea sabia e ingeniosamente la equívoca trayectoria del cuarto hombre. Pero es en el ensayo que le dedicó Steiner, El erudito traidor, donde se enfrentan con mayor profundidad los dilemas que plantea la "radical duplicidad" de Blunt, en relación con la figura del sabio no ejemplar pero también -las memorias póstumas del pérfido caballero, donde casi se presentaba como víctima, no ayudaron a mejorar su imagen- con la del miembro de una élite que apenas pagó por su prolongada impostura. Dicen que el casi centenario Blake, condecorado por un presidente que ejerció también de espía y no oculta su nostalgia del imperialismo soviético, ha muerto sin abjurar de su lealtad a un país que ya no existe.

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