Jerez íntimo

Marco Antonio Velo

marcoantoniovelo@gmail.com

Don Juan del Río, conciencia de prelado

Hay recuerdos que se alojan definitivamente en el alma. Tienen algo de bienestar domiciliario. De aposento con sabor a dulce de leche. Con regusto a pan candeal. Son los recuerdos vívidos y vividos: como una veracidad que vibra sin envolturas. Algo así como un engranaje de la remembranza -con nombres propios, con fisonomía de otro ser, con biografía de personas ajenas pero instaladas en ti -cuyas secuencias están basadas en hechos reales. Los recuerdos presentan pocos víveres en el ámbito de la ficción. Su estado de conservación siempre combate a rajatabla, titánicamente, cualquier proceso degenerativo lindante al olvido. Los recuerdos desconocen el color ceniza de la amnesia.

El hombre tiende a la conjugación sensitiva. Lo importante de los recuerdos no es comprender sino volver a sentir. Y por esta causa-efecto he removido en el disco duro de mi memoria personal cuanto experimenté en la relación especialísima que mantuve -merced a su inicial generosidad para conmigo- con don Juan del Río Martín, un obispo de porte, un obispo de carisma, un obispo muy culto, un obispo con conciencia de prelado. Pese a su hábito en blanco y negro y a su tez tirando a blanquecina y a su pelo muy oscuro, sin embargo don Juan irradiaba una sonrisa permanente que en sí misma adoptaba todas las tonalidades de la comprensión a secas, de la compresión en sus plurales dimensiones, como una vía augusta de la empatía y la reciprocidad. Nunca una alteza de miras tal supo aliñarse de la sazón del finísimo sentido del humor.

Intelectual de altos vuelos dotado de una inteligencia superior, don Juan dominaba su innata capacidad para la negociación en el terminal del ganar-ganar. Nadie perdía nada bajo su recaudo. Don Juan vencía porque -cariñoso- convencía con el largo parámetro de la fundamentación. Era un comunicador nato. Jamás sorprendió por defecto: la decepción no figuraba en el diccionario de su dialéctica sabia y clara. El verbo renacentista, la referencia académica, el conocimiento profundo de los filósofos universales. Departir con don Juan era una anagnórisis, una sacudida, una catarsis, una enseñanza ex cátedra.

Siempre fue la antítesis del abuso de poder, del pasteleo, del mal gusto. Corpulento como un Ulises de la cristiandad. Por sus ojos desfilaban las lecturas que se contaron por miles y todo un reguero de libros nutrientes del humanismo cristiano. Predicaba como un académico -sección Letras- de las Sagradas Escrituras, siempre arrancando la oratoria con una primera frase pronunciada a voz en grito y desprovista de salutaciones. Al mensaje por el altavoz -por la proclamación- de la beldad evangélica. Don Juan estuvo en el mismo lugar de Simón de Cirene: detrás de Cristo, presto a su Doctrina, brazos abiertos para extender las múltiples enseñanzas de la Cruz. Supo lidiar con los desmanes de la turba y con el florilegio de algunos donceles tontuelos.

A los amigos no nos perdonaba que, ya una vez trasladado a su destino castrense, fuésemos a Madrid para cualquier asunto profesional y no almorzáramos con él en una simulación de acogedora taberna andaluza con una carta para chuparse los dedos e innegociable invitación siempre a cuenta del señor arzobispo. Don Juan nos enseñó a creer en la Iglesia como institución. Cuando no hace mucho, cumplidos ya los 70, quiso trasladarse a una misión a Afganistán, con los riesgos que ello implicaba, su médico le instó a que cayera en la cuenta que "tenía una insuficiencia mitral notable", a lo que don Juan respondió: "Eso es imposible porque yo tengo dos mitras". ¡Qué suerte hemos tenido los jerezanos con su magisterio, con su sapiencia, con su categoría humana!

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