HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

Donantes de órganos

SI un artículo en un periódico vale como documento jurídico de una última voluntad, sirva éste como expresión del deseo de donar mis órganos cuando haya emprendido el tránsito a una vida mejor, que debe ser cualquiera, hasta la vida de la muerte. Lo hago porque hoy es el Día Nacional del Donante de Órganos y quiero que también sea mío. Dono lo que de mi carne mortal sirva todavía a la hora de mi muerte, pues ya noto que algunos de mis órganos no estarán en condiciones de sobrevivir en otros, una especie de inmortalidad médica o de alargamiento quirúrgico de la vida, pero ya con otro sentir porque el cerebro será otro. El día en que se puedan hacer trasplantes de cerebro, la especie humana habrá llegado a un alto grado de peligrosidad. No es una ironía ni una broma literaria: si alguna parte de mi cuerpo es útil a alguien para vivir mejor o más, dispóngase de ella libremente, sin condiciones ni cortapisas.

También quiero con sinceridad y plena conciencia dejar otros legados. El primero, pero no el más importante, es que con mi piel se hagan siete bolsos para otras tantas marquesas, cuyos nombres dejaré en sobre sellado (sello y sigilo tienen origen común), otras tantas carteras de bolsillo para sus consortes, y cien billeteros -o lo que dé la piel de una persona, que es bastante, pues se han cubierto pirámides- para repartir entre mis parientes y determinados amigos y conocidos, todos plebeyos hasta que se demuestre lo contrario, porque ya sabemos que ningún español antiguo es plebeyo, se ha aplebeyado, que es distinto, y que no haya barba ni cabello que no sea encerrado en ricos dijes, según una costumbre antigua, para eterna recordación. Pero nada de esto se podrá hacer porque cuando iba escribiendo estas líneas me entero de que en el cuerpo humano todo es útil y que un donante da para 800 receptores. Es un consuelo.

Algo quedará, no obstante, para dijes y relicarios. No hace falta ser beatificado o canonizado para recibir culto privado. Si hemos conocido en vida a una persona que merecería estar entre los santos, podemos encomendarnos a ella sin menoscabo de la fe. Lo mismo ocurre con las reliquias: si la fe ha hecho milagros confiando en reliquias falsas, ¿cómo no ha de hacerlos con las verdaderas? Una vez trasplantado o conservado adecuadamente para futuros trasplantes todo lo que sirva para ayudar a otros, aún quedarán túrdigas y esquirlas para relicarios. Para su eficacia, no hacen falta reliquias de gran tamaño: una gota de sangre o una uña tienen las mismas propiedades milagrosas que todo un brazo incorrupto o un cráneo completo, porque lo que obra el prodigio es la fe. Si la materia no se destruye sino que se transforma, descuarticemos nuestra materia mortal en trozo beneficiosos para los cuerpos y las almas de los que sigan vivos, un bien postrero para compensar los males que hayamos podido hacer.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios