Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Dráculas de las horas

Que los tiempos cambian y que además lo hacen rápido es algo palpable, pero también es subjetivo: el tiempo que marcan el calendario y el reloj es objetivo, si no nos enredamos en el platonismo o en la calderoniana vida que es sólo sueño. Pero la percepción de su paso es subjetiva a más no poder, de forma que los sesenta minutos que el sujeto -que de ahí viene lo de subjetivo- pasa esperando a ser atendido de una otitis en Urgencias no tienen nada que ver con la hora de cerveza y cacahuetes que ese sujeto vive, con gran sensación de agrado y fugacidad, un jueves con sus amistades. Cumplir años es ir convirtiéndote en un drácula del tiempo, al menos si no eres alguien que sufre la soledad no deseada y el abandono. Los años nunca son lo que fueron. El tiempo te va cambiando, en el aspecto y en la ideología. Para recordarte lo primero, están las fotografías, tan despiadadas ellas. Para simbolizar la evolución en nuestras ideas, podemos traer aquí el ejemplo de Felipe González o Alfonso Guerra. Aunque Guerra sí desprende aún izquierda, ambos se han convertido en tótems y guías del conservadurismo. Cosas del tiempo. Paradojas. O quizá sólo madurez, de la buena o de la mala.

Con el tiempo, nos ponemos pesados con las costumbres de los más nuevos, que es como se llamaba antes a los jóvenes. Y peor, nos inventamos un pasado que nunca existió: éramos cultos, grandes lectores, nadie faltaba el respeto a su madre ni puteaba a los compañeros; el pan con chocolate y a la calle, un puñado más de arroz y todas esas melancolías. Hay que tomar conciencia y evitarse y evitar a otros ese patetismo, contemporáneos míos. Menciono la lectura porque es típico que nos construyamos nuestro show de Truman, pero del pasado: "Pasábamos horas y horas leyendo bajo el membrillo en los largos veranos en la sierra". Y tú, para ti: "Vaya, primera noticia, y mira que yo estaba allí". Es tierno idealizar, pero es mentira tantas veces. Las redes sociales, en el rabioso hoy, disparan la reescritura de los pasados. Se ennoblece a padres malas personas (los había, ¿o no?), se atribuye genialidad o laboriosidad a quien fue extravagante o penco. Es tierno esto, sí, y dulcifica el dolor que implica haber vivido, como también conservamos como un elixir en relicario los paraísos de la memoria. Ya no queda espacio, y lo dejaremos para otro día, pero yo, umbraliano, había venido a hablar de otro libro: a demostrar que los jóvenes leen y escriben mucho más que los de mi época (ya va conviniendo el término). Sí, esta boutade tiene truco. Otro día lo desvelaremos.

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