Casi todos necesitamos un mínimo de sosiego interior. Podremos buscar la aventura, desear la sorpresa de lo incierto, o perseguir, con ahínco, la acción, incluso descontrolada; pero un algo de armonía interior, creo que resulta imprescindible para, si no disfrutar, al menos percibir la sensación de estar viviendo conforme a lo que esperamos de nosotros mismos. Y, sin embargo, los más de nuestros congéneres se enzarzan en sostener una actitud ante la sociedad que termina por suicidar sus posibilidades de sacarle a la vida el partido que se podría.
Pasar por la vida, que no vivir, preso de condicionantes fabricados por nuestra vanidad para tratar de mantener la imagen que nos hemos empeñado en representar ante los otros, además de una inmensa necedad es una absoluta estupidez. Necio es quien ‘se inventa’ lo que no es, creyendo, así, ser capaz de alcanzar lo que no puede.
Estúpido, sin duda, quien sacrifica las bondades que su personalidad, casi con seguridad –alguna, al menos-, oculta, deslumbrado por el resplandor de las vanas y caducas nimiedades mundanas, obcecado en satisfacer un ego que, abonado por sus miserias, crece y se reproduce por minutos.
Obviando los dislates propios de los años jóvenes, inherentes a nuestra naturaleza, y las temeridades circunstanciales, propias de nuestra condición, en las que todos hemos caído; la permanente obstinación, terca y cerril, en querer ‘ser’ como no somos sólo conduce, antes o después, a la frustración. Esa frustración, madre de la mala leche y de la envidia, que termina, siempre, por complicar y amargar la existencia de todos los que rodean al iluso bellaco en cuestión.
Aceptarnos a nosotros mismos, puede que no sea fácil. Quien más quien menos ha tenido ‘sueños de seductor’, esperanzas ausentes y fantasías imposibles, ilusiones que quedaron lejos, ensueños que no resultaron factibles, utopías… ¿y qué…? Soñar, es necesario; desear, imprescindible; esperar, recomendable; asumir, ineludible. Así somos, es así como hemos de aceptarnos para poder agarrarnos al único de los modos que tenemos para estar vivos en tanto que vivimos.
Empero, la realidad nos supera. Siempre, ‘ellos’ encuentran crédulos que confían, gentes de buena, pero corta, voluntad que les creen, ilusos que asumen su mentira. Porque todo, en ‘ellos’, no es más que una gran mentira: mienten sus palabras, engañan los que dicen ser sus sentimientos, falsean el existir con sus actos; viven, creen vivir, la vida que no es, y ya no tendrán otra para rectificar. Patética circunstancia esa en la que caen, arrastrados por el lastre de tanto engreimiento superfluo, de ominosas cantidades de orgullo inútil, de dosis ingentes de la estupidez que los condiciona.
No sé, a ciencia cierta, si es un camino sin retorno el de todos estos impenitentes cretinos, probablemente lo sea. Ignoro si, en algún momento de su necia carrera hacia su incontestable fracaso como seres humanos, están a tiempo de parar, primero, para cambiar, después; me gustaría pensar que sí, no soy amigo de creer en la determinación inamovible de destino alguno, sin embargo, son tan tristemente excepcionales los casos contrastados en los que el soberbio estúpido ha sido capaz de regenerarse, que más que esperanza, lo que se trasmite es la certeza de que son la excepción, amarga, que confirma la demoledora regla.
No hay excusa, no tienen excusa alguna que justifique su reincidencia machacona en la conquista del prepotente –nos consideran memos a los demás- engreimiento que modela sus vidas, desperdiciadas entre sombras, tan ficticias como falso el escenario de cartón piedra en el que transcurren, con toda la pena y ninguna de las glorias por las que despellejan y se despellejan; vidas, las suyas, penosamente envueltas en un papel de celofán a través del que, sí, pueden ver, pero les impide palpar ese caudal de sentimientos que nunca alcanzarán, esas sensaciones que siempre les serán ajenas, esos gozos que les ignorarán.
Entre las mayores sandeces de las que somos capaces, está la de intentar engañarse a uno mismo. Terminar por creerse la propia mentira, con tanta insistencia orquestada, sólo se consigue cuando el interesado se instala en el bucle siniestro de su propia estupidez; y de ahí, no hay quien lo haga salir.
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