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Tras la muerte de Isabel II, llevados por una emoción comprensible, algunos dudan de la continuidad de la institución monárquica en el Reino (sic) Unido, sobre todo los que no son británicos y hablan con mucho sentimiento, sí, pero de algo ajeno. Yo soy muy respetuoso con el luto, incluso con su poco de histerismo, si no queda otro remedio; pero la monarquía inglesa continuará, y a eso habrá contribuido en buena medida Isabel II, que Dios guarda.

A menudo, quienes no son monárquicos olvidan la institución de la que opinan. Son los que más se dejan subyugar por el halo del concreto monarca en ejercicio. No hace tanto pasó en España con Juan Carlos I y su legión de juarcarlistas de la que apenas quedan vestigios. Felipe VI, que Dios guarde, tiene partidarios personalizados; y hay hasta letizianos. La realidad es que la monarquía es la permanencia en la sucesión. Es la institución más preparada a la renovación gracias a la tradición, en esclarecedora paradoja.

Con esto no quito mérito a Isabel II. Pero ella misma habría torcido el gesto si hubiese oído a nadie poner su figura personal por encima de la Corona que representó. Hay que ser muy naif, para olvidar que su encanto y su prestigio emanaban del punto de intersección entre una manera de ser tan hogareña como excéntrica y la monarquía en sí, con el fervor de los súbditos como catalizador.

Más que en una destructiva competencia entre la Reina y la Corona, ella preferiría que nos centrásemos en cuánto contribuyó a servir a su nación y a su monarquía. Le aburriría ver que no dejamos de hablar de sus perritos, de la serie y hasta de las novelas que la escogieron de protagonista con humor inglés, y le haría gracia ver que la celebran tanto fuera de su isla, cuando ella barrió siempre para casa, como era su deber. Isabel II sí ha sido un icono conservador, porque, mientras el mundo cambiaba vertiginosamente y más bien a peor, ha sabido mantener el tono, que es lo más difícil.

Aprovechando su jubileo de diamante renombraron al famoso Big Ben de Londres como la Elizabeth Tower. La nueva nomenclatura no tuvo mucho predicamento, pero ahora lo tendrá. Porque una torre firme la representa bien y porque hablamos de un símbolo inequívoco de lo inglés, pero, sobre todo, por la tensión: la torre inamovible, como un minutero eterno que señala al Cielo en punto, acoge un reloj que da unas horas inapelables que son lo que menos importa.

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