A pesar de que vine a nacer un mes de enero, vivir año tras año el primer mes del calendario es una daga que tengo clavada en el alma.

No soy capaz de superarlo. Intento que me afecte lo menos posible. Pero no lo soporto en las distancias cortas.

No me gusta su frío. No me gusta su soledad. No me gustan sus tardes cortas y oscuras.

No me gusta cómo se despierta. No me gusta el olor que desprende. No me gustan sus noches que acuchillan nostalgias.

No me gustan sus ecos. No me gusta cuando llora. No me gusta por mucho que se maquille de regresos, de regalos, de buenos deseos.

Y es que el regreso que yo espero cada mañana sentado sobre un escalón de mi infancia nunca se produce, nunca logro vivirlo, nunca llega. Ni llegará.

Por mucho que yo me empeñe.

Por mucho que yo quiera.

Por mucho que intente caminar por la vereda de los quisieras.

Enero le arrebató a mis brazos una parte de mí porque según su mirada era ley de vida; y entendí de golpe que la vida al llegar el mes de enero es de todo, menos justa.

Desde entonces, me cuesta mirar al cielo; y cuando lo hago, me duelen las pupilas, me tiemblan las lágrimas, me veo persiguiendo un delantal de cuadros que ya no está remendado de te quieros… y la tristeza inunda mi alma.

Nadie está preparado para despedir a nadie.

Nadie debiera decirle hasta luego a nadie.

Nadie nos enseña tanto como nos enseña ese don nadie que es enero.

Por eso lo dibujo con esa aura distante en los dobladillos de sus días, porque hace que los recuerdos se arañen en mis labios como agujas de cristal.

Enero… vete ya. Márchate ya. Silénciate ya… y no tengas prisa en volver.

Mis latidos serían maravillosos sin ti.

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