Pocas cosas más útiles y bonitas se han escrito en lengua castellana que los 205 versos de la Epístola moral a Fabio. Salidos de la pluma horaciana de Andrés Fernández de Andrada, no faltan en ninguna antología de poesía clásica y, una vez leídos y entendidos, anidan en nuestra cabeza y en nuestro espíritu y salen de su silencio cada vez que las ambiciones banales nos asaltan. Se debieron de escribir a principios del siglo XVII y, curiosamente, siguen siendo tan necesarios hoy como antaño para frenar a los que, sin mérito, medran sin escrúpulos haciendo de la ambición el único motivo de su vida y a los que todo lo cifran en el dispendio y en el acceso al poder y a sus prebendas. Supongo que siguen siendo necesarios porque se lee poca poesía -y menos clásica- y porque alguna gente lee, en el sentido de que descifra lo que ponen las palabras, pero no absorbe. Que de nada nos sirve la lectura si no va acompañada de una buena selección de lo que se lee ni de un proceso reflexivo y cognitivo sobre lo que se ha leído que consiga hacernos mejores.

Vivimos tiempos de ambición desmedida y de consumo destructivo. Vemos a nuestro alrededor cómo parece que la notabilidad se ha encarnado en las últimas zurrapas del fondo del barril. La vanidad se extiende como una mancha de aceite por las redes sociales e inunda las páginas del papel couché. Poco valen la modestia, la prudencia, el talento y el trabajo silencioso. No existe lo que no se pregona y la verdad huye en estampida: ahora que se han convocado las primeras de una larga serie de elecciones, no quiero ni imaginar la retahíla que tendremos que aguantar de discursos impostados, falsas promesas, datos disparatados, eslóganes populistas y ataques al contrario.

"Aquel entre los héroes es contado/que el premio mereció, no quien le alcanza/por vanas consecuencias del estado", dice el poeta, llevando en su ánimo a Petrarca o a Fray Luis de León o, quizás, viendo cómo se nutría el poder de los ineptos. En cada estrofa hay una lección y en cada verso, una advertencia: "No quiera Dios que siga los varones/que moran nuestras plazas, macilentos,/de la virtud infames histriones;/esos inmundos trágicos y atentos/al aplauso común, cuyas entrañas/son infaustos y oscuros monumentos".

Releer la Epístola moral a Fabio se me antoja tan imprescindible como las vacunas contra el coronavirus y se me ocurre, incluso, la conveniencia de imprimirla en octavillas y llevarla en los bolsillos para regalarla por las calles o para dejarla en montoncitos en las barras de los bares. Y, dándose el caso, repartírsela a los políticos cada vez que nos pongan su mesa petitoria en mitad del paseo, cuando nos convoquen a sus mítines o en el momento en el que nos aborden mientras hacemos la compra en el mercado. Quizás, con suerte, alguien la lea y le dé por hacer su propio proceso reflexivo-cognitivo.

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