Mis hijos (10 y 8) han decidido hacerse escritores. Cada uno ha empezado muy fervorosamente su libro. Carmen va con un cuadernito para anotar las ideas que la asaltan en los momentos más inesperados o para dibujar los trajes de fiesta que se pondrá la protagonista. La he sorprendido muy tarde tomando notas en su cuarto a oscuras. El libro de Enrique se titula: El jinete con su caballo; el guerrero con su corcel, y tiene uno de esos comienzos que luego se analizan en los talleres de literatura: «Espero que sepas lo que es un caballo, porque, si no, vamos a tener mucho trabajo».

En España, escribir es llorar; pero a mí deben de verme llorando, sobre todo, de risa cuando les ha dado por emularme al pie de la letra. Güelfo y medievalista, estoy encantado de que sigan el oficio familiar, como si hubiese un gremio, aunque incluso entonces Dante se tuvo que apuntar al de boticarios porque no había uno específico de letraheridos. Pero no me engaño del todo. Sé que también cuenta que así tienen permiso para echar más tiempo en el ordenador y que, mientras escriben, se ponen sus musiquillas de YouTube. O se reclinan en el sofá a media mañana a reflexionar cual bohemios con caras abstraídas. También en eso siguen los pasos de su padre. Siempre supe que una de las ventajas más seguras de escribir es que me estaba en mi cuarto, en vez de ir haciendo el panoli por ahí.

Azorín decía lo mismo en El caballero inactual: «Al llegar a tal extremo en su recapitulación mental, Félix ha de reconocer el valor utilitario, egoísta -sí, egoísta- de este deporte del intelecto». ¿Para jugar con el ordenador, para quitarse de en medio? También, pero, más que nada, para quedarse con uno mismo, encontrándose por sorpresa. Lo dijo en su mejor poema Gabriel Celaya: «A solas soy alguien./ En la calle, nadie».

Cuando su madre nos llama a cenar, ya no suena sólo mi rezagante: «En un momentito voy». Lo decimos los tres al unísono cada uno desde su abstraído rincón concentrado. ¿Está por ello celosa la madre? Oh, no: es la única lectora que nos queda (en una proporción entre escritores y lectores parecida a la que tiene que haber en España, siendo optimistas con el sector); y todos la cuidamos y requerimos. El escritor necesita de un crítico asertivo y que acierte, así que (con la excepción de la hora de cenar) nos pasamos el día persiguiéndola con montañas de manuscritos nebulosos. Por triplicado.

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