ESCRIBIR es uno de los principales atributos culturales del ser humano. De pequeños nos enseñan a hablar y, después de haber aprendido a poner voz a las letras, se nos instruye para esculpir a mano sobre un papel esas palabras que ponen voz al pensamiento, a los sentimientos…, o sea, lo que llamamos escribir. El primer reto de superación al cual nos enfrentábamos se despejaba cuando conseguíamos pasar de redactar un texto con lapicero a bolígrafo. Sin ninguna duda, aquella traducción se convertía en la auténtica demostración de que, además de forjar el verbo en tinta, con valentía, eras capaz de no cometer errores ni faltas de ortografía. Si además no se torcía la línea cuando el papel carecía de cuadrículas o trazos, pues mejor. En adelante, pasados los años, durante los cuales aprendías a base de estudio, vivencias y reflexiones, el éxito de una buena redacción se conseguía al lograr una historia con su estructura completa: presentación, nudo y desenlace. Cuando uno escribe trata de concretar negro sobre blanco aquello que siente, para lo cual has de manejar el diccionario con solvencia y sentir la liberación de poder expresar lo que observas y quedarte a gusto con lo escrito y pensado. Escribir de manera perfecta exige un dominio cuidadoso de las palabras. Aún peor si lo que se pretende es la belleza.

La incultura también se evidencia en los manuscritos cotidianos. Hay quien teme tomar un apunte con tal de evitar que, por la mala letra, pueda ser tachado de ignorante. La mayoría de las personas hablamos y nos hacemos entender. Pero escribir bien es un don del que pocos gozan y muchos admiramos. Por eso, escribir, para quienes tratamos de aprender, es un acto respetable.

En una ocasión, un periodista que publicaba sus entrevistas semanales en un diario nacional me comentó que abandonó su trabajo porque siempre terminaba utilizando las mismas palabras. En cambio, un buen amigo mío, catedrático, para más inri, le restaba importancia al corroborarme que todos tenemos nuestras propias palabras para expresarnos y eso nos separa de cualquier limitación literaria. Sin embargo, tal vez si uno utiliza las mismas palabras para contar diferentes historias, éstas terminan siendo siempre iguales. Y eso, creo, se podría mejorar. Por ello abogo por madurar. Madurar es más que cumplir los veinte, los treinta o los cuarenta, más que escribir un libro o cien mil artículos: es la capacidad de colocar justo las palabras idóneas para lo que sientes y, cuando puedes poner palabras a lo que sientes, te apropias de ello, que diría Henry Roth.

En estos tiempos, en las prisas por entregar los artículos a nuestros editores, a veces se diluye la hondura. Ese tiempo para la reflexión nos diferencia de los escritores de antes, aunque a unos y a otros nos una la buena voluntad de que, al escribir, seamos el yo en papel. Seguiremos madurando.

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