Una de las primeras imágenes con las que la realidad me ha dejado claro que se acababan las vacaciones y había que volver a la rutina de los telediarios fue la de Buñol y su célebre tomatina. La definición del humano como animal racional se tambalea cada verano cuando las calles de ese pueblo de Valencia se convierten en una especie de salmorejo gigante gracias a un particular concepto del jolgorio que consiste en arrojarse unos a otros, paisanos y forasteros confundidos por la pringue, varias toneladas de tomates. Todo ello hasta confundir el lugar de los hechos con una sucursal de Marte, tanto por el color que acaba adquiriendo el paisaje como por la actitud estrafalaria de la gente que pulula por su superficie colorada.

Andaba yo preguntándome qué inquietudes existenciales rondarán por la cabeza de esos individuos cuyo concepto de diversión es tan parecido al que yo tengo de cochambre, cuando -sin tiempo a reponerme de la catarsis verdulera- recibo el impacto de la siguiente noticia, no menos colorida, aunque más siniestra, porque el rojo había dado paso al amarillo independentista y la juerga del tomate triturado cedía ante la bilis que ha generado toda esta pesadilla del separatismo.

Me parecía ridículo lo de ir tirándose tomates por la calle, pero cerrar el Parlament para dar rienda suelta a los lazos en la calle (o dejar de gobernar desde las instituciones democráticas para centrarse en poner cruces en las playas y lograr así que los veraneantes no tengan que ir a los cementerios para broncearse) creo que deja claro hasta qué punto se puede minimizar la actividad política utilizando los colores del parchís.

Así que, según se me iba atragantando el almuerzo con tanto zamarreo y tanto griterío en torno a la pejiguera de los lazos amarillos, y según me iba enterando de la espantosa deriva que ha tomado la actividad política en esa tierra desquiciada llamada Cataluña, van y aparecen en la tele, para rematar, una panda de descerebrados con el brazo en alto junto al Valle de los Caídos, entonando los grandes éxitos del fascismo ibérico, en una actitud que si no diera la risa, quizás daría incluso miedo. Protestaban contra la exhumación de unos restos como los de Franco, que deberían llevar años retirados de un sitio tan principal, y para argumentarlo, no tenían inconveniente en demostrar que todo esto de la Constitución les parece un asco.

De manera que, haciendo bueno el dicho que asegura que nunca te acostarás sin aprender algo nuevo -aunque sea a la hora de la siesta-, recapacité sobre mis prejuicios contra la tomatina y tuve que reconocer que, puestos a entablar guerras sin cuartel, mucho mejor será hacerlo en esa especie de catarsis hortofrutícola que se celebra en Buñol. Entre otras razones por ser bastante más civilizada que otras maneras de liberar tensiones, pues allí, a tomatazo limpio, todo encarnizamiento es pura apariencia y la sangre ni siquiera llega al río. Aunque aquello -la verdad sea dicha- acabe con aspecto de masacre.

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