Paradojas de la vida. Los que desde las filas del independentismo catalán pretendían cargarse la unidad de España, lejos de quebrantarla, lo que lograron fue reforzarla y sembrar los balcones de unas banderas que antes solo se veían cuando jugaba la selección. Ahora, como consecuencia del empeño unificador de Vox, pasa justo lo contario: España corre el riesgo de partirse por la mitad, pues los que la quieren defender a capa y espada -inspirándose en el espíritu de don Pelayo- se están atrincherando de tal manera que van a acabar por meternos en el mismo saco de los enemigos de la patria a los que no nos hemos casado por la Iglesia, a los etarras, a los ecologistas, a los socialdemócratas y a los que, no siendo exactamente rojos, como si lo fueran, porque son conservadores pero moderados y, por lo tanto, miembros de la "derechita cobarde".

Siguiendo un modelo similar al de los nacionalismos periféricos, la fuerza nueva que ha irrumpido en el Congreso para velar por las esencias hispánicas está repartiendo las credenciales del buen patriota con tanto celo que a este paso solo les va a faltar pedir, como hacen ciertos separatistas, que se larguen del país todos esos cerdos que no comulgan con la causa.

Buscar la unidad de una nación llamando cobardes a los que tienen un concepto menos acalorado del conservadurismo, o llamando estalinistas a los que defienden el estado del bienestar, viene a ser como pretender la armonía de una familia convocando a todos sus miembros para comer paella el domingo pero amenazando a los cuñados y a las nueras con desheredarlos si se les ocurre faltar, y recordando a los nietos que si dejan un solo grano de arroz en el plato lo van a lamentar el resto de sus vidas.

Quienes conocieron el País Vasco durante los largos años de terrorismo lo saben bien. El ambiente era irrespirable. Los que defendían con tanto ardor aquella patria frente al invasor castellano no conseguían otra cosa que sembrar el miedo y el odio entre vecinos.

En Cataluña el nacionalismo también ha logrado que la mitad de la población se sienta incomodísima y que muchas familias se rompan sin necesidad de invitar a paella los domingos. Así que, considerando que ese amor a la tierra (igual que pasa con el amor a los centollos o el amor a las turistas suecas) no es algo que se inculque a base de palos, vamos a intentar tomar nota, no sea que por defender lo nuestro lo acabemos destrozando.

Retirar el carné de buen español al que no disfruta con las corridas de toros, o al que prefiere la comida tailandesa a un plato de callos, queda muy bien como argumento para una zarzuela, pero hay que tener cuidado con estas chulerías castizas pues, si seguimos por ahí, para levantar un muro contra el invasor no habrá ya que empezar ni por Melilla. Bastará con empezar a poner ladrillos sin salir del propio barrio, como hicieron en Berlín, donde lo levantaron bien grande y con la mejor intención: la de no mezclar a los buenos con los malos.

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