Los espejismos son frecuentes en época de calor y de levantera. Más aún cuando los vientos de finales de Agosto son cálidos y conllevan multitud de situaciones inverosímiles. Por eso es difícil pensar en una ciudad que sea capaz de vivir a espaldas de su historia y de no tener sapiencia para aglutinar presente y futuro. A pesar de murciélagos, virus del Nilo y demás endemias de laboratorio, las ciudades deberían saber tener vida propia con inmunidad de base. Lo suyo sería una ciudad con un museo dedicado al caballo y a su crianza más allá de la superficialidad de una feria. Una ciudad entregada al vino haciendo recorrido desde la cepa hasta la botella, o a un mundo del flamenco que destilase hondura y compás perfectamente imbuido de cultura jerezana y que estuviese publicitado con cinco estrellas en las ofertas de tripadvisor. Sería de justicia, tras tantos siglos de vida, algún que otro proyecto asentado en visitas teatralizadas por Mesas de Asta, el balneario de San Telmo o las almenas de una ciudad rica en murallas musulmanas. Ni que decir tiene que una ciudad así debería tener caminos de senderismo institucionales por las piedras fenicias, romanas y mudéjares sin olvidar una buena explotación de baños árabes dignos del mejor califato independiente. Las visitas a viñedos, a lagares y a pilonas de fermentación alcohólica deberían incluirse en los podcasts de páginas turísticas y de los ayuntamientos gaditanos. La oferta de paseos en canoas y en kayaks por el rio Guadalete a su paso por las tierras de La Ina y el Portal debería ser de obligado cumplimiento para deleite ocio deportivo de oriundos y turistas. Y el paseo por claustros dominicanos del medievo o por jardines de cartujas inaccesibles deberían estar en la vanguardia de las ofertas mediáticas de una campiña por explotar. Claro, que estaríamos hablando de otra ciudad. No de Jerez.

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