Lo que les voy a escribir sé que es contrario a lo que dicta la actualidad; pero como uno ya está curtido en eso de conseguirse enemigos, ahí va algo para tener alguno más. Estamos un poco hartitos con los cocineros de moda, con los de las estrellitas y, por supuesto, con lo que nos quieren hacer tragar que es más bien poco, casi nada diría yo. Les cuento algo que viví cuando fui invitado a la cena de presentación de un importante museo que, momentos antes, habían inaugurado las Augustas Majestades de aquel tiempo. Nos sentaron en mesas muy historiadas y comenzaron a traer platos. Éstos eran verdaderas esculturas; los había de todo tipo de materiales, de todas las formas imaginables y de todas las texturas. Los pudimos ver muy bien porque dentro de aquellas maravillas no había apenas comida. Mirábamos la espectacular carta y en ella se nos informaba de una retahíla de cosas que uno tenía que mirar al de al lado para ver si se habían olvidado de poner tales excelencias en el tuyo. Este que esto les escribe, como casi todos los que allí estábamos, pensamos que llegaría el momento en el que la comida apareciera. Pues no; lo que ocurrió fue que sus Augustas Majestades se levantaron y se fueron - probablemente, antes de subir al avión de vuelta, les darían de comer -; nosotros nos quedamos esperando por si llegaba algo. Como no llegó nada, nos fuimos a buscar los bares vecinos y hartarnos, de verdad, de tapas. Comprendo que esto de la nueva cocina está de moda y, ahora, sus ilustres cocineros son las verdaderas estrellas de la sociedad y se les perdona que hagan lo que hacen y den lo poco que dan. Al gran Leonardo da Vinci lo corrieron a gorrazos cuando se atrevió a dar de comer a los canteros que levantaban las maravillas de Florencia con mínimos platos donde no había casi nada, como los que ahora están de moda. Y para postre y con objeto de que no les siente mal este pobre plato que les escribo, no les diré lo que cuesta una comida salida de los fogones de sus ilustres portadores de estrellas.

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