En ciencia política, una de las pocas leyes científicas con cierto consenso es la conocida como la ley de la "Paz democrática", por la cual los países con democracias consolidadas o en camino de conseguirla, no se hacen la guerra entre sí. Los conflictos se suceden sin visos de arreglo en teocracias, regímenes comunistas o nacionalistas y en sociedades tribales, donde los derechos humanos son la excepción. Esa suele ser la principal razón de las grandes migraciones humanas, ir a donde puedo llevar una vida digna, huyendo de la violencia, el hambre y el pisoteo continuo de los derechos. Las personas que hoy huyen de África, del Oriente Medio, de Venezuela, o los balseros de Cuba hace unos años, no se embarcan en un viaje sin retorno y a riesgo de su vida, por gusto. Son los que Bauman ha denominado extraños que llaman a nuestra puerta. ¿Qué hacer con ellos? La respuesta no es unívoca, ni fácil, pero no debemos seguir haciendo trampas. Europa, instalada en la cultura de la comodidad, de las grandes seguridades, en el bienestar que no dejamos de reclamar como derecho, no quiere saber nada de estos extraños que nos llaman con desesperación. Es lo que el Papa Francisco ha descrito como la globalización de la indiferencia. El método eficaz que calma la conciencia ante la indiferencia estriba en la ayuda humanitaria, temporal y necesaria, pero insuficiente. Estaría bueno que los dejáramos morir en el Mediterráneo. La anestesia que nos aplicamos ante el drama de los extraños es implacable. Desde Lampedusa al niño Aylan, ya nada más grave nos puede sobrecoger; nos hemos acostumbrado a vivir con el horror y el espanto, pero sólo un rato, hasta que empieza el nuevo capítulo de nuestra serie favorita. Solidaridad de salón, impostada, en el fondo hueca, como esta Europa alejada de Dios, que no se reconoce a sí mismo.

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