NO era esto. Cuando nos ilusionaron con promesas esperanzadas de democracia y de libertad nadie nos advirtió que el sistema podría acabar mangoneando hasta en los pliegues más inaccesibles de nuestra existencia. Basta con leer, ver u oír -el día no importa- cualquiera de los hipercorrectos medios de comunicación que nos adoctrinan, para descubrir ejemplos permanentes de la actual ventolera neopuritana. En nombre de un supuesto bien común, se multiplican las prohibiciones, se reprimen conductas, se tipifican nuevos y cada vez más abracadabrantes delitos, se coarta nuestro espacio individual de decisión y se nos niega, y hasta reprocha, esa mayoría de edad por la que tanto luchamos.

No hay, o casi, acto de nuestra vida que no esté convenientemente reglamentado. El político de hoy, a falta de ideas, ha descubierto la pasión de imponer, negro sobre blanco y en diario oficial, su propia y tantas veces estrambótica visión de la convivencia, su particular canon de relaciones, su reinventada delimitación de lo bueno y de lo malo.

Les propongo -es un ejercicio tan ilustrativo como facilón- tomarse la pequeña molestia de repasar el catálogo de ordenanzas municipales que han ido proliferando en el país. Encontrarán, en ellas, todo un catecismo de estupideces normadas, de mandatos voluntaristas y absurdos, de facultades cercenadas y de tonterías multables. O, si les cansa la consulta, asómense a la playa que les apetezca y escuchen, tras el inevitable ding-dong, la retahíla de cosas que allí no se pueden hacer. No menos de quince, con sus respectivas derivaciones, he contado en la que este verano me tocó en suerte, un verdadero alarde si se tiene en cuenta que al Dios del Sinaí diez le fueron suficientes para ordenar el universo.

Tampoco les culpo en exceso. Estos alcaldes y concejales, elegidos al calor de la manada y con mando omnímodo en plaza, no son sino fieles seguidores de una doctrina que hace furor en los escalones más altos del poder. El Gobierno -cualquier gobierno- parece haber resuelto que somos, en expresión de Isaac Jiménez, "demasiado idiotas para elegir" y que a ellos les corresponde velar, con minuciosidad estomagante, por nuestra integridad, moralidad y seguridad.

¿Y saben lo peor? Que se lo permitimos, que nos estamos acostumbrando a la asfixia y que el totalitarismo que despunta no halla ningún obstáculo de rebeldía. Anestesiados y asustados, vamos entregando trocitos de libertad, legitimando y soportando extravagancias y tolerando mansamente que otros nos escriban el guión.

Tenemos que empezar a ponerlos en su sitio y a gritar que nos falta aire, que el derecho a equivocarnos nos pertenece y es indelegable, que nos sobran los tutores y que pueden ir metiéndose sus obsesiones, paternalismo y desvaríos por donde les quepan.

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