Nuestra España está gravemente enferma. Y no sólo a causa de un virus que, de seguro, el tiempo derrotará. Ha resurgido el fantasma del fanatismo, una gangrena que en los siglos arrebató más vidas que casi nada. Se multiplican los ciudadanos mórbidamente enardecidos, dispuestos a defender ciega e irracionalmente aquello que consideran la única verdad válida y a menospreciar sin excepción, por falsa e insidiosa, cualquier discrepancia.

Los síntomas que definen al fanático son hoy penosamente reconocibles tanto en el debate político como, por desgracia, en el mismo debate social, en el día a día de un pueblo que se atrinchera en sus hipotéticas certezas y que estúpidamente vuelve a jugar al macabro juego de los buenos y los malos. El deseo de imponer las propias ideas, el desprecio de quienes son distintos, el sentir como incuestionables sus dogmas, el tener una visión monocroma de la realidad presente y futura y el abjurar, en todo lance, de un sanísimo espíritu crítico son actitudes que ganan exponencialmente adeptos ante la inseguridad de un país que se desmorona. Basta darse una vuelta por las redes y descubrirá uno ese permanente ajuste de cuentas que imposibilita el diálogo y estructura un mundo pavorosamente bipolar. Más allá del escepticismo, tantas veces triste y pesimista, o del relativismo, que en sus complejas elucubraciones valida cualquier pasaporte ético, el fanatismo, hijo visceral e iracundo del dogmatismo, añade su terca propensión a matar, a eliminar física o moralmente a los odiados herejes de la otra orilla.

El párrafo que sigue, tomado del Breviario de podredumbre de Emile M. Cioran, describe bien las calamidades que así llegan: "En cuanto nos rehusamos a admitir el carácter intercambiable de las ideas -afirma- la sangre corre... Bajo las resoluciones firmes se yergue un puñal; los ojos llameantes presagian el crimen. Jamás el espíritu dubitativo, aquejado de hamletismo, fue pernicioso: el principio del mal reside en la tensión de la voluntad, en la ineptitud para el quietismo, en la megalomanía prometeica de una raza que revienta de ideal, que estalla bajo sus convicciones y la cual, por haberse complacido en despreciar la duda y la pereza -vicios más nobles que todas las virtudes-, se ha internado en una vía de perdición, en la historia, en esa mezcla indecente de banalidad y apocalipsis...".

Magistral Cioran. En esas estamos. Que Dios y la suerte nos cojan confesados.

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