Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

Contra Fandiño

Se puede, incluso, dar la vida por una idea; pero quien celebra la muerte de una persona no es, en propiedad, un ser humano

En un pasaje de En busca del tiempo perdido, la voz del joven Marcel Proust se revela impropiamente madura y escribe: "A estas alturas, sólo puedo distinguir entre dos tipos de personas: las que son magnánimas y las que no lo son". Uno intenta aferrarse a este criterio, pero casi sin remedio se siente tentado de cambiar el término magnánimas por mezquinas, aunque sea por facilitar la tarea. Los que expresan en las redes sociales su alegría por la muerte de un torero en la plaza son los mismos que cuando el sida empezaba a llevarse a sus víctimas por miles se sentían reconfortados en su fuero interno, complacidos con la idea de que Dios, al fin, había decidido hacer venganza; los mismos que en el entorno mismo del corredor de la muerte en EEUU descorchan botellas cuando la inyección letal hace su trabajo; los mismos que bailaban de alegría en el País Vasco cuando ETA asesinaba a un guardia civil. Quien celebra la muerte de una persona, de cualquier persona, ha decidido aniquilar cuanto de humano pudiera quedar en su conciencia: no son personas, propiamente, sino bestias; o peor aún, dado que tampoco los animales a los que tanto dicen venerar parecen hallar acomodo en la extinción de uno de los suyos: muertos vivientes, carne sin alma, montones de nada que creen merecerlo todo. Mezquinos de gran calibre.

Porque lo que corresponde a quien aspira a formar parte de la especie humana es no celebrar, de ningún modo, la muerte de nadie. Nadie. Absolutamente. El silencio más estricto es la reacción correspondiente ante la muerte de quien peor nos lo ha hecho pasar. Y quizá cabe recordar que de la disidencia que optó por no ducharse en champán cuando murió Franco ha venido la mejor democracia a la que hemos podido aspirar. La exultación becerra de quien se alegra de la muerte de un contrario, de un adversario y hasta de un enemigo no sólo no tiene que ver con la justicia, la equidad y la fraternidad: muy al contrario, quienes la profesan son los principales proveedores de los tiranos. Se puede defender una idea hasta el extremo de dar la vida por ella. La posición contraria al oficio de Iván Fandiño y lo que representa es legítima. Pero la exultación ante su muerte debería sancionarse por la vía penal. A saber lo que esta gente sería capaz de cometer si tuviera el poder a mano.

Las redes sociales no sólo han permitido organizar la estupidez, como advirtió Umberto Eco; también la peor versión de la misma, que es la mezquindad. Semejantes argumentos contra la tauromaquia auguran una larga vida a la fiesta. Y no, no soy nada taurino. Pero esto es lo que merecen.

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