Fatales

En el mito de la ardiente seductora se proyecta el deseo de posesión del amador obsesionado

Las trazas del estereotipo son reconocibles en la tentadora Eva de las Escrituras, en la Helena cuyo rapto o libre huida habría desatado la legendaria guerra de Troya o en la última reina del Egipto ptolemaico, Cleopatra VII, que sedujo a César y después a su émulo Marco Antonio y conspiró junto a este último -o eso dijeron sus enemigos- para trasladar el centro del Imperio a Oriente, con la ciudad de Alejandría como nueva Roma. Siglos de misoginia han convertido muchos de los rasgos negativos asociados a las mujeres, e incluso los positivos, igualmente proverbiales, en una construcción casi ideal o del todo imaginaria, pero el tópico de la femme fatale no se configuró como tal hasta la edad romántica y tiene en la Carmen de Mérimée el más claro precedente de una estirpe de personajes unidos, pese a las diferencias, por el común denominador de haber arrastrado a los hombres a la perdición, a ojos de sus supuestas víctimas. La novedosa aproximación de Elisenda Julibert, Hombres fatales, donde la editora y traductora barcelonesa ha revisado el cliché para poner el foco en lo que el retrato de esos caracteres revela del deseo masculino, comienza con una brillante comparación del modo en que distintos pintores de los siglos XVI y XVII, Veronés, Tintoretto o en menor medida Rubens, recrearon el tradicional motivo de Susana y los viejos, de una forma decorativa que desactivaba la violencia de la escena -la joven observada, acosada o chantajeada, objeto de calumnia y condenada a la lapidación por adúltera, como se cuenta en el Libro de Daniel- para centrarse en la exhibición de la belleza. A ellos, dice Julibert, se opone la nada inocua mirada de Artemisia Gentileschi, que refleja la misma escena con mucha mayor fidelidad al pasaje bíblico, desde un dramatismo donde se percibe lo que el acoso de los dos ancianos tiene de agresión. Esta mirada distinta, su cualidad reveladora, le sirve como punto de partida para revisitar las encarnaciones de la mujer fatal en la literatura y el cine, desde una perspectiva alternativa que define el mito -el linaje de Carmen es reconocible en la Albertine de Proust, la Lola de Heinrich Mann o la Lolita de Nabokov, en la Gilda de Charles Vidor, la Julie de Truffaut o la Conchita de Buñuel- como una imagen anacrónica en la que se habría proyectado, más que la mujer dominante, convertida en objeto maligno, el anhelo de posesión del amador obsesionado. No es el deseo, concluye Julibert, lo que conlleva la fatalidad, sino ese aciago patrón de dominadores y dominados, una funesta representación que si en el arte ha dado realizaciones memorables induce en la realidad a una espantosa sucesión de desgracias.

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