LA búsqueda es tan antigua como la Historia misma: desde que el mundo es mundo, no ha habido persona que no haya perseguido, incesante y quizá inútilmente, la felicidad. Propósito extraño, por demás, dada la propia indeterminación del objeto. Nadie, ni hoy ni nunca, ha logrado transmitirnos una fórmula eficaz para hallar el mítico grial. Conocemos, acaso, los caminos que, aun teniendo excelente fama, no conducen a ella. La riqueza, por ejemplo, no la otorga; ni la compra. Leo la reseña de un macroestudio, realizado en 63 países y a partir de 420.000 entrevistas, que publica, en la revista Journal of Personality and Social Psychology, la Universidad Victoria de Wellington. Su conclusión es cabal: el dinero es imprescindible para garantizar, cubriendo necesidades básicas, cierto bienestar; pero, llegado a un determinado punto, su influencia, en términos de felicidad, se va reduciendo hasta perder toda importancia. Los autores -Ronald Fischer y Diana Boer- concluyen señalando que los factores que aportan más felicidad al ser humano son la autonomía (la capacidad de hacer cosas sin depender de otros, tanto física como psicológicamente) y el individualismo (la libertad de decidir). Justamente por eso, cuando el dinero nos convierte en esclavos, cuando sólo sirve de estúpido combustible en la carrera por las ridículas metas que la sociedad nos va marcando, acaba alejándonos del verdadero fin.

Autonomía y libertad -en realidad, esta última engloba a la primera- parecen, de tal modo, recetas más fiables en el intento. Pero tampoco, a mi juicio, infalibles. Es más fácil, claro, sentirse dichoso en semejantes condiciones; aunque entre dicha y felicidad todavía resta un largo trecho. Otros conceptos utilizados por los clásicos (beatitud, alegría, virtud) también se muestran incapaces de agotar la complejidad del sentimiento. La plenitud de Aristóteles y de Séneca, incluso en el sentido de ocupación que le confiriera Ortega, al quitar espacio a la melancolía, a la tristeza o al desencanto, casi alcanza. Y digo casi, porque, si bien nos escuda frente a la infelicidad, no por ello nos asegura el disfrute completo de su antónimo.

A estas alturas, ya sé que surge de improviso (una de sus características es que no se puede buscar directamente) y que se trata de un bien extremadamente raro, disfrutado, en el mejor de los casos, apenas minutos a lo largo de una vida. Es de necios, pues, ambicionarla; y aún de más necios -Borges incurrió en el error- clausurar las rendijas por las que pudiera asomársenos. Probable destello revelador de otros universos, me basta con mantenerle incansablemente franco el paso: vivir dignamente, no malvender mi libertad, no darme jamás por vencido, amar, perdonar, reír, olvidar… Así, con el candil siempre encendido, si llega, fugaz o eterna, al menos no será mi imprudencia la que oscurezca y malogre su ansiadísimo goce.

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