Habladurías

Fernando Taboada

Feria insólita

UNO de los indiscutibles atractivos que tiene nuestra Feria es que si usted quiere, se puede quedar en su casa. Ni siquiera en estos tiempos de tanto sacrificio existe una legislación especial en materia de fiestas que obligue a ir hasta allí a bailar alegres sevillanas y a cascarse la voz por decreto.

Por la frecuencia preocupante con la que muchos jerezanos repetimos un día detrás de otro sin apenas escarmiento, cualquier forastero podría sospechar que cada tarde nos espera agazapado en el portal de casa un sicario que, nada más vernos bajar las escaleras, nos encañona con un revólver, nos agarra del brazo y nos lleva a rastras hasta el Real, sin quitarnos ojo durante horas, hasta que no podamos con nuestra alma y nos deje escapar de vuelta a la cama. No es así.

Ir a la Feria, como tatuarse en un brazo la receta del venado en salsa o practicar el sexo tántrico, pertenece al género de actos que llamamos voluntarios. Pero los mejores ratos de la Feria, sin duda, son los que se pasan a una distancia prudencial. Con que sean varios kilómetros es suficiente para disfrutar de la Feria como Dios manda. Sin abanicos, sin necesidad de escuchar esa música compuesta por gente desalmada, y sin tener que preguntar a los camareros en qué hormigonera fabricaron la tortilla que nos han puesto por delante, también se puede pasar un rato excelente comentando con los amigos las jugadas más interesantes de una semana -la de Feria- que ya ha hecho méritos para reclamar su propio congreso internacional de psiquiatría.

Solo tiene un inconveniente hablar de la Feria cuando no se está sometido a varios millones de decibelios. Corremos el peligro de enterarnos de lo que nos están contando. Y es que hay personas que, si ya en su vida normal trabajan denodadamente en la producción en serie de sandeces, cuando hablan de la Feria, despliegan una sociología dominguera de tal categoría que no pueden evitar decir eso de que es una especie de microcosmos adornado de farolillos. O te salen con aquello de que sentarse en el Real es como asistir al Gran Desfile de la Naturaleza Humana. O que el universo se podría resumir en doscientas casetas. Y eso no hay estómago que lo aguante.

A mí, que me suelen dejar turulato estas digresiones filosóficas para intentar explicar una concentración de gente con ganas de cachondeo en torno a unas toneladas de polvo y otras cuantas de lunares, no me importa reconocer que estos sociólogos de romería tienen parte de razón. Sobre todo, cuando hablan de la singular mezcolanza que propicia la Feria. Es absolutamente cierto que todo el mundo se mezcla en nuestra fiesta: los flamencos se mezclan con los flamencos; los existencialistas con los existencialistas; los maestros se las ingenian para ir a las casetas en las que se pueden mezclar con más maestros, y los aficionados a cazar perdices hacen todo lo que está en sus manos para mezclarse con aquellas personas a las que, si hay una cosa que les gusta en esta vida, es salir a cazar perdices. Lo nunca visto, oiga.

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