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Hasta hace unos veinte años Fernando Álvarez era prácticamente un nombre más entre los numerosos maestros constructores del quinientos jerezano. Hoy puede considerarse una figura clave del último gótico y del primer renacimiento en la ciudad. Pasó así de no tener ninguna obra conservada a poseer una rica producción que incluye hitos de la arquitectura local de su época.

Ahora sabemos que su prestigio le llevó a firmar sobre su propio trabajo. Empeño por perpetuar su fama que sucumbió bajo gruesas capas de cal. Porque eso fue lo que ocurrió con la majestuosa bóveda central de San Mateo, junto a la que dejó una inscripción que informa de su autoría y que no se descubrió hasta la restauración de este templo a fines del siglo XX. Poco después vendría la documentación de su labor en la portada del palacio Riquelme o el ventanal esquinado de Ponce de León por Guzmán Oliveros y Orellana González. Y tras ello la minuciosa investigación emprendida por Romero Bejarano, con el colofón de su tesis doctoral, dedicada a estudiar la huella portuguesa en el tardogótico bajo andaluz, contexto donde Álvarez sería uno de los ejemplos más llamativos.

Pese a su origen luso y formación en los delirios decorativos del Manuelino, supo adaptar ese bagaje artístico a su tierra de acogida y a los nuevos gustos italianizantes. Activo desde 1524 hasta poco antes de su muerte hacia 1562, la frecuente riqueza ornamental e iconográfica de sus trabajos le ha llevado asimismo a ser considerado como un destacado escultor. Pero, sea él el artífice de estos pormenores u otros artistas a su servicio, ahí quedan las citadas obras, la actual portada de la capilla del Cortijo de Las Quinientas, el claustro de la Merced o un buen número de atribuciones, caso de la Puerta de Gracias de Santo Domingo, como testimonio de casi cuarenta años de fructífera actividad.

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