He empezado a darle a las fiambreras el mismo valor que mi madre. Son sagradas. Ella siempre las tuvo de las buenas. Cuando nos fuimos de casa, siguió guisando las mismas cantidades no sé si porque no sabía guisar para dos o para poder seguir guisando para todos, aunque fuera repartiendo el guiso en cacharros de plástico. De manera casi clandestina te metía en una bolsa una fiambrera pequeña haciéndote ver que había guardado para ti, sólo para ti, un poco de calamares rellenos, que sé que te gustan tanto. Después, descubríamos que, esa misma frase, se la había repetido a los demás, como si todos fuésemos hijos únicos. No me la vayas a perder, que es de las buenas, te decía bajando la voz. La quiero de vuelta. Me habéis dejado sin un táper, se quejaba en las reuniones familiares. Pero la cosa se ponía fea de verdad cuando se le oía bufar al ver que faltaba una tapadera. Ya no os dejo ni una fiambrera más, que cada cual traiga la suya. Nadie le hacía el más mínimo caso y yo intentaba hacerla entrar en razón: mamá, si de golpe te traemos todas las fiambreras con sus tapaderas sufrirás una invasión y morirás por asfixia. Dicen que tanto plástico no es bueno.

Ha pasado el tiempo, cocina mucho menos y descubro que es mi hermano Pedro o yo, quienes, a veces, le llevamos a nuestra madre fiambreras, eso sí, de las baratas, con algún guiso. Ella le hace la misma fiesta que le haría un estudiante hambriento. La misma que le hacíamos nosotros recién casados. Ya tengo comida para mañana, dice sonriente. Después te miente con descaro y te dice: las lentejas te han salido mejor que las mías. Y parece como si de repente todo fuese al revés, la entrega furtiva, la apropiación de las fiambreras y los halagos a los guisos.

Es como si alguien, les hubiese dado la vuelta a las manecillas del reloj y hubiese comenzado un tiempo de descuento. No sé si volvemos o avanzamos. De estar protegidos a proteger, de que nos cocinen a cocinar, de que nos mientan piadosamente a mentir para tranquilizar. Hay que aprender y hay que darle humor y distancia porque no es la ausencia, es el miedo a la ausencia. Por eso, después de guisar con más esmero porque ella nos enseñó y porque seguro que le descubre todas las faltas que tiene el guiso, apartamos un poquito y se lo llevamos. Te traigo lentejas que me han sobrado. Así, como quien no quiere la cosa. Ah, quiero la fiambrera de vuelta. Que hay que seguir con el trasiego.

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