Con qué alegría he leído que las grandes empresas tecnológicas van a contratar filósofos. Tras los escándalos de Facebook, la sombra de los big data y las manipulaciones políticas, urge una pensada. Se tornan necesarios, dicen, los gabinetes éticos. ¿Cómo no aplaudir la reciente inquietud, por un lado, y esta propuesta platónica de solución o remedio, por otro? Además, se empieza metiendo en nómina a un filósofo y se está mucho más cerca de contratar por fin a un poeta.

Aplaudido lo cual, añadiría que, si el filósofo no eres tú, vas listo. No creo que un señor en Silicon Valley vaya a defender más tus derechos más sutiles que los de la compañía que le paga una pasta. Echará un cable, como esos comités independientes que se quieren crear, pero la filosofía es para quien la trabaja.

Preocupa de las matemáticas si se aplican o no a la resolución de los problemas cotidianos, y lo mismo con la capacidad lectora. Eso lo mide el Informe PISA. Lo mismo tendría que ocurrir con la filosofía, que no es sólo algo que se sabe, sino algo que se piensa y que, en consecuencia, se ha de vivir consecuentemente.

Importa para todo y más, si cupiese, para nuestra convivencia con la tecnología. Porque el riesgo de las redes sociales es que juegan con nuestra atención, para captarla, mediante trucos de merchandising, de neurociencia y de psicología. En el fondo son trucos viejos: aprovechan nuestra necesidad de empatizar, nuestro afán de notoriedad, la fascinación del éxito, las ansias de acumulación -aunque sea de likes o de followers- el miedo a la soledad, etc. Nadie niega (quien lo probó lo sabe) que las redes son adictivas, que acechan nuestra privacidad y que nos desconectan de la realidad.

Sin embargo, un poco de filosofía ayudaría mucho. Algo del aristocraticismo de Heráclito ("Uno para mí es diez mil si es el mejor") desactivaría para siempre la obsesión por los trending topics, los influencer y la viralidad. Kierkegaard nos vacunaría contra la intimidad en almoneda, porque la personalidad no tiene fondo y el alma es inmune a los algoritmos, si se tiene y usa. Contra la virtualidad, virtudes. Chesterton ya supo que no había nada tan heterodoxo como la ortodoxia, pero santo Tomás de Aquino no deja de crecer: frente a las redes y a sus laberintos artificiales, el realismo se ha convertido en el gran ideal. La vida propia (véase Ready Player One) es la utopía de nuestro tiempo.

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