No se puede negar que la Semana Santa cada vez se parece más a periodos de vacaciones de los que salen en la tele las playas de medio país, las estaciones de esquí, las caravanas de coches en las autovías, las noticias de dónde y cómo pasan las vacaciones la Familia Real y las recetas de torrijas en vez del polvorón. Una libertad bien entendida aprovechando una fiesta cristiana tradicional de la que se beneficia hasta el que no cree ni en su sombra. Unos se quedan en casa, otros salen compulsivamente a viajar, y la mayoría, cumple el rito de ir en busca de procesiones.
En este galimatías, los protagonistas, tras siete siglos, ya son otros. El hombre del tiempo parece el nuevo Herodes de la zona; las playas, templos de cuerpos al sol y las autopistas no dejan de ser los modernos caminos al Calvario. Los dioses de ahora son otros, y a todos se les rinde culto. Todos respetables. No importa que los sentimientos se solapen, que las necesidades se entrecrucen, basta huir de lo terrenal. Sea el llamador que con sus golpes avisa al costalero, o sea el claxon chirriante en un atasco. O quizás sea la levantá a pulso bajo una trabajadera la que, en realidad, enmascara el cansino rodar de una maleta viajera. Puede, también, que ese tintineo de los varales enseñe la misma música repetitiva que en los mp4 buscan los más jóvenes. Carreras oficiales, respiraderos, faldones, y palcos. Multicines, refrescos de cola, hamburguesas y piercings a modo de mantillas de respeto. Todo encierra sentimientos, y hasta puede que de grado 10 en la escala Ritchter de la emoción. Al igual que los niños con la cera amasan bolas del mundo, en cualquier revirá, y pensando en la brevedad de la vida, podíamos caer en la cuenta que igual que la Pasión acaba bien, todas nuestras idas y venidas debían finalizar por el estilo. Que el gasto de energía no sea en vano. Con una tela de terciopelo y descalzos en una fe ancestral o en bañador por culpa de la melanina.
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