Dicen que el mundo rural está de moda, que el vaciamiento del interior y, como símbolo del secarral español, de la meseta -Madrid no cuenta- se puede en algo paliar por un supuesto éxodo que huye del virus, y que busca lugares abiertos, poca densidad de población -la densidad parece tener un efecto multiplicador de los contagios-, patios, corrales y zaguanes propios, veredas y trochas, motillos con cerones: la arcadia feliz... Los bajos de los condominios se revalorizan, dicen. Los activos tóxicos de los bancos en la periferia de las grandes ciudades, adosados y demás, ven cómo pueden tener una salida tras años en los que España aparecía sembrada de construcciones interruptus; qué símbolo de la vergüenza de la exterminación de las cajas de ahorros por parte de los partidos políticos. Estamos escarmentados de detectores de tendencia que fallan más que escopetas de feria. Pero los creeremos para rematar esta pieza.

Todo esto me recuerda a una explicación que me dio un tabernero de primera clase y mayor capacidad de trabajo, titular de un negocio ya histórico en un pueblo andaluz de cuyo nombre no me acuerdo ahora. Le pregunté, así por jugar, si el hecho de tener un antepasado y parientes del lugar y una vivienda en propiedad allí me liberaba del sambenito. Sin ofender, pero con guasa fina, dio alivio a mi repentino complejo de sin papeles: "Tú eres forastero, pero del pueblo; forastero de aquí". El concepto es técnicamente similar al de una persona extranjera con permiso de trabajo en el sitio adonde emigra, pero sin papeles definitivos. Al menos, sus palabras querían ofrecer algún confort: no debía yo considerarme un extraño, un forastero, o sea, uno de fuera. Yo era un aspirante -y así quedaré-; alguien digno de participar en las reuniones de bares en las que la gente no conversa, sino que discute, con un intercambio de pullazos que casi nunca llega a hacer sangre. Yo podía incluso -lo cual no es poca cosa- recibir nortes de calidad: fontaneros fiables, alicatadores, proveedores de mosto o de tomates "del terreno" de los de verdad, no de los de aquel pueblo de allí cerca. No tanto sobre los sitios donde coger setas o espárragos. No tanto, no: nada.

Aunque cada día las diferencias entre un pueblo y las urbes son menos, por suerte y por desgracia, uno aprende que llegar a los sitios sacando pecho es garantía de que te lo van a partir, como decía Di Stéfano. Es sensato componerse un cóctel de humildad, gratitud y cierto distanciamiento; por qué no, de soledad. Y bebérselo mientras se descubre el nuevo mundo bucólico que uno, urbanita, imagina: "Mirada larga, paso corto y [un poco de] mala leche", como dicen por Almería.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios