De pequeño siempre me llamaba la atención la gran cantidad de turistas extranjeros que se apiñaban en lugares muy concretos de la provincia, tales como el Club Mediterráneo de El Puerto o Atlanterra, allí donde el agua ofrece la más irrepetible gama de azules que jamás haya contemplado. Por entonces, bastante teníamos con ir a la playa los domingos y ya ni te cuento si los padres conseguían alquilar cerca de la playa. Los viajes se ceñían en trasladarnos al pueblo donde nuestros mayores crecieron, esforzándose -en vano- por salvar unas raíces que el tiempo terminaba por secar. Otras veces, viaje era sinónimo de defunción.

Hace relativamente poco tiempo que los españoles viajamos lejos de nuestras fronteras. Una vueltecita por el mercado de Camden Town, en Londres, te deja bien a las claras que, sin ser mayoría, ocupamos el segundo lugar en el escalafón tras los tenderos y los morenos traficantes de hierba. En Disneyland París, los españoles son los terceros clientes en número de visitas y en República Dominicana, parajes como Punta Cana son tanto económica como turísticamente son zonas españolas. Nos ha costado muchos esfuerzo pero hemos crecido, y de ser tierra de emigrantes nos tornamos en receptor de movimientos de inmigración, que aunque hay quien quiera verlo así no es otra forma de viajar.

Siempre me llama la atención lo pronto que olvidamos en este país. Es un mal endémico. Quien aspira al poder se olvida de cuánto prometió cuando lo consigue, quien lo ostento llora por no haber escuchado a quien debió y el hijo de emigrantes se transforma en un furioso abertzale que clama contra su propia sangre.

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