Desde la espadaña
Desafuero cultural
Jerezanos bizarros de ayer y siempre
Hermano sooooool, hermana luuunaaaa...
El 6 de agosto de 1635 nació en una modesta casa de la calle Évora un niño que recibió por gracia Rodrigo. Decir que la familia numerosa sería quedarse corto, pues le acompañaron otros 22 hermanos. El fogoso padre fue el carpintero Antonio Perdigones, quien se mataba a trabajar para alimentar a la prole. Aunque por más obras que contrataba, eran demasiadas las bocas a alimentar. A esto hay que unir los problemas de espacio en un hogar que contaba con dos habitaciones.
Los papás pronto decidieron ir dando salida a la descendencia, colocándolos de aprendices, criadas o pajes, e incluso una de ellos acabó marchándose con una compañía de cómicos. Rodrigo era el undécimo y, dado su carácter afable y sus largos ratos de silencio, lo mandaron al convento de San Francisco. A los 15 años profesó en la Seráfica Orden, tomando el nombre de fray Rodrigo de los Ángeles. Sus primeros años en la vida religiosa fueron modélicos, pues era para el resto de comunidad espejo de caridad, respeto y obediencia. Dadas sus virtudes, fue elegido para acompañar al padre guardián a la casa franciscana de Ronda, donde tenía que solventar ciertos asuntos relacionados con unas bulas.
Cuando ambos iban con un borriquillo por las inmediaciones de Algodonales, fueron asaltados por la terrible cuadrilla de Sor Dionisia, cruel bandolera que acabó con la vida del guardián y secuestró a fray Rodrigo.
No se supo nada de él hasta dos años después, cuando apareció, harapiento y desorientado, en el monasterio del Cuervo. Iba acompañado de un lobo. Cuando se repusieron del susto (y conseguir que despidiese al animal) trataron de hablar con él. A duras penas pudieron conocer su identidad y, cuando ésta se descubrió, fue devuelto a Jerez. Todos sospechaban que Rodrigo había sido sometido a crueles torturas, pues tal era fama de Sor Dionisia con sus prisioneros. Además, en su cuerpo eran visibles numerosas cicatrices y quemaduras, amen de faltarle una oreja. Fray Rodrigo siempre lo negó. De hecho, no se cansaba de contar la misma historia: un día se le apareció San Francisco y le libró de su cautiverio, ordenándole que se uniese a sus hermanos de la naturaleza. Fue así como logró la compañía del hermano lobo.
Fuese o no cierta la intervención del Adalid Seráfico, Rodrigo volvió bastante cambiado. Cuando los quehaceres conventuales se lo permitían, pasaba horas y horas en la biblioteca leyendo obras sobre el santo de Asís al que, en secreto, imitaba en sus ásperas penitencias. En público empezó a venerar a las criaturas del señor hasta límites que empezaron a preocupar a los demás monjes.
Por las noches hablaba con las estrellas y por el día con las nubes, llegando a tener con una tormenta una discusión que acabó en un fuerte aguacero. Reprendía a sus hermanos de religión para que fuesen cuidadosos al pisar, pues podrían aplastar a los pequeños insectos y hubo que amarrarlo en una silla para raparle la cabeza cuando cogió piojos, ya que argumentó que también ellos eran criaturas del señor. Tal fue su amor por la Creación, que se negó a comer ningún tipo de animal y apenas si lo hacía con seres del reino vegetal, limitándose a ingerir pan y vino.
Poco a poco empezó a tener fama de rarito en el convento. Igual un día se lo encontraban cantándole a un jaramago, que acariciando una piedra. Tratando de evitar su completa enajenación, le permitieron tener de compañero un perro callejero que pronto se convirtió en su mejor amigo y confidente. El Padre Pulgas de las Cinco Llagas (así lo llamaban con guasa por aquellos claustros) no se separaba de fray Rodrigo y como premio obtuvo del fraile una densa formación en la doctrina de la Santa Madre Iglesia. Era de admirar cómo el animalito asistía atento a interminables explicaciones sobre la Santísima Trinidad, la Inmaculada Concepción o la transmigración de las almas. Ni guau decía el pobre.
La extraña relación acabó por convertirse en algo normal entre los muros del cenobio, así como las extravagancias de Rodrigo, que fueron aceptadas por la comunidad como una peculiaridad inofensiva, hasta que un día...
8 de diciembre de 1658. Con motivo de la festividad de la Purísima, el ministro provincial de los franciscanos visitó Jerez para asistir a una misa solemne a la que estaba convocado lo más granado de la sociedad local. El padre León (tal era el nombre del ministro) tenía un carácter agrio y era famoso por sus ataques de ira, así que los frailes estaban advertidos para que todo saliese a la perfección.
Pero justo antes de la comunión fray Rodrigo se ausentó del coro y, para espanto de sus hermanos, regresó con el perro vestido con el hábito de la Orden y lo acercó a pedir la primera comunión. El escándalo fue de los mayores que se recuerdan en aquel siglo. Ni los ruegos de los monjes, ni varias cartas de súplica del corregidor consiguieron evitar que el bizarro místico fuese procesado por la Santa Inquisición. Pese a que le aplicaron riguroso tormento, no reconoció los errores contra la Fe de que lo acusaban, así que fue condenado a morir en la hoguera por hereje.
Tal y como refiere el padre Rallón, el 6 de agosto de 1660 (justo el día que cumplió 25 años) fue ejecutado en la plaza del Arenal. Hasta el último momento intentaron que se arrepintiese, pero no lo lograron. Murió gritando al hermano fuego que no había nada más hermoso en el mundo que sentir su abrazo.
Jerez lloró por él, creyéndolo un loco, y el apenado Padre Pulgas jamás se marchó de la plaza del Arenal, llegando a convertirse en un personaje muy popular entre los jerezanos.
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