Fútbol y nacionalismo

La afición al fútbol consiste en desear que gane un equipo. Desearle a otro la derrota es una distorsión

El entronque de la tauromaquia con la Antigüedad no hay que buscarlo en el Minotauro, sino en la ontología. El toreo es antiguo por su esencia, más allá de las raíces históricas que tendrá, sin duda. Es un rito que purifica y compacta al pueblo. La plaza es redonda para significar la unanimidad en la boca abierta y el aplauso. El toro renace, por tanto, convertido en mito y tótem. El arte y el folclore han embellecido y camuflado este sistema sacrificial, evidente para cualquier lector de René Girard.

El fútbol es otra cosa. Siempre hay vencedores y vencidos a partes más o menos iguales. Pero el deporte se los puede permitir porque ya todo está relativizado. El apogeo del fútbol sólo podría darse en una civilización como la cristiana, donde la derrota no significa merma de dignidad ni el fracaso implica un repudio de los dioses. Lo propio del mundo antiguo eran los gladiadores y lo propio de la Cristiandad las justas de caballeros, por poner un ejemplo extremo.

Por eso, uno no deja de sentir, caballeroso, cierta lástima por los perdedores, mientras celebra la victoria. Aunque es una lástima momentánea, porque tampoco es para tanto, ni perder ni ganar. El peligro que acecha al fútbol es el mismo que ya detectó Chesterton para todas las cosas de nuestra época: las virtudes cristianas que se vuelven locas y salen por su cuenta y riesgo, olvidadas de la cosmovisión donde se equilibraban. Perdedores que recurren a la violencia o al alboroto público para destilar una absurda frustración existencial o victoriosas hinchadas bárbaras para las que toda humillación del rival es poca.

Pero la distorsión más inquietante es la de ésos que no desean que gane su equipo, sino que pierda otro. O sea, a quienes no mueve un amor, sino el odio o, para no caer en las grandes palabras, la manía. Estaríamos ante una analogía perfecta -un epítome- del nacionalismo. La afición a un equipo es un micropatriotismo: quiero que el mío gane, pero respeto al rival y entiendo que los suyos aspiren a lo mismo. Si hay algo que hace tan deliciosas y tan necesarias las victorias del Real Madrid, es que sirven para purgar la mayor cantidad de odios conocida. Tratándose de una distorsión del espíritu deportivo y no teniendo más cura que la homeopática de rabiar hasta el agotamiento, cada victoria del Madrid les da a los odiadores de su propia medicina. Amarga, se siente, pero ellos se la han buscado.

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