Doce meses de cárcel le han caído por hacer chistes. A mes por chiste, más o menos. Pero lo cachondo no son los chistes. Lo cachondo es que, gracias a esa condena disparatada, una niñata que debería estar recibiendo tratamiento psiquiátrico, se ha convertido en alguien importante. La Justicia es así de caprichosa. Coge a una perturbada que se pitorrea de las víctimas del terrorismo (y que en su cacao mental es capaz de jalear a los etarras o de aplaudir al que apioló a Trotsky) y en vez de darle con una zapatilla en el culo, que es lo que hay que hacer con los niños malos para escarmentarlos, van, la someten a una pena ejemplarizante y me la convierten en mártir.

La criatura, según se hace famosa, aparte de añorar aquellos maravillosos años de la goma dos y el tiro en la nuca (una época cuyos últimos coletazos a ella le pillaron llevando pañales), se va destapando además como firme admiradora del estalinismo. Esto no deja de ser bastante anecdótico porque, con semejante nivel intelectual, a Cassandra, que es como se llama esta pensadora (y que por cierto es transexual, algo que no sé yo si a Stalin le entusiasmaría), igual que le ha dado por ahí, le podría haber dado por apuntarse al Ku Klux Klan.

La única diferencia estribaría en que, si se le hubiera ocurrido defender las bromas del Holocausto nazi, o suspirar con nostalgia por los tiempos en que los negros cobraban el sueldo a latigazos, los que la apoyan hoy como víctima de la represión quizás ni la invitaran a sus programas de la tele.

Lo mismo que opino sobre las campañas ultra-puritanas lo defiendo para estos otros casos de radicalismo talibán: hay que dejar que se expresen, pues al enemigo es mejor verlo venir. Si esta criatura se entretiene escupiendo sobre la tumba de algunos dictadores (no de todos, ya digo) pero está deseando también la muerte a tiros de los que se presentan a las elecciones democráticas, ¿no será más conveniente que lo sepamos?

Además, si se censura a esta gente, corremos el riesgo de darles la importancia que persiguen. Desde que en mala hora se inventó la Inquisición, todo aquel condenado por decir lo que piensa ya se cree Galileo. Y a lo mejor no es más que un cretino. Por eso el tribunal que ha condenado a la tal Cassandra comete, aparte de un despropósito judicial, la misma torpeza que cometen los que tiran un bumerán y terminan sin dientes. Con la gente despreciable lo mejor que se puede hacer es eso, despreciarla. Así que en este caso lo suyo hubiera sido, no un año de cárcel, sino haberla condenado a limpiar los retretes del Congreso. O a escribir mil veces "No volveré a reírles las gracias a los terroristas".

Y por favor, que no vengan con lo del humor. Humor se ha hecho siempre, y más negro cuanto más dura era la época. La diferencia, sin embargo, entre esta niñata y un humorista de raza, está en que, mientras ella tontea con el terrorismo como quien juega a las casitas, Miguel Gila, por poner un ejemplo, antes de contar chistes ya sabía lo que era plantarse delante de un pelotón de fusilamiento. Por suerte no tuvieron puntería.

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