Gafas de cerca

josé Ignacio / Rufino

Gin tónic

LOS británicos han inventado muchas de las cosas con las que disfrutamos los terrícolas a ratos en este valle de lágrimas. El fútbol, Bertrand Rusell o Michael Caine, el cricket, la viagra, el inodoro o el whisky provienen de las islas espléndidas, por ejemplo. También el gin tónic, esa bebida que idearon los militares coloniales en la India, a la que, probablemente con más guasa que vergüenza, atribuyeron benéficas propiedades para combatir la malaria: "Sir Archibald, ¿no hay demasiados mosquitos esta tarde? Creo más bien que no sería inconveniente tomar un par de gin and bitters antes de cenar, ¿no es cierto?". En este país hemos abrazado el gin tónic con la fe del converso. Ha pasado de ser una bebida minoritaria a crear un estándar de la sobremesa de repentinos gourmets: "Yo, un gintoncito fresquito". Es quizá la bebida consustancial a la clase y el poderío que creímos tener durante una década: burbujas embriagadoras con final amargo. Incluso hemos llegado en la pasión por el británico combinado al frikismo y la horterada, con innovaciones en forma de rodajas de pepino, pétalos de amapola, frambuesas flotantes, semillas de cardamomo u ojos de lagartito lechal (esto último es sólo una propuesta).

Aparte de una ricura, el gin tónic es un símbolo. Por eso esta semana hemos asistido a la Crisis del Gin Tónic, desencadenada por otro de los agravios -en este caso, de baja intensidad, aunque con 40 grados- que algunos políticos perpetran en unos momentos en que la gente reacciona ante la mínima con indignación más que comprensible. Hemos sabido que en el bar del Congreso de los Diputados el gin tónic no sólo puede beberse entre pleno y comisión, o escaqueado en pleno desarrollo de los mismos, sino que su precio es mucho más barato que lo que un cristiano paga en cualquier bar. Hasta ahí podíamos llegar.

El concesionario del bar del Congreso puede poner ese precio porque no sólo se reciben 1.500 turistas de institución al día, sino que parte del precio está subvencionado. Se pregunta uno qué sentido tiene que se subvencione el digestivo o la moña de un diputado, un ujier o - mucho menos feo- de un visitante de hemiciclo. En otro tiempo, aguantar la recepción de Bono con su sobreactuación y su impostado acento manchego podría mover a darse al vaso en el bar más cercano. Pero ahora, con Bono en el banquillo, en plena debacle y creciente encabronamiento social, cada uno que se pague su copa entera en un establecimiento privado. Como diría un británico cínico, las formas son la moral.

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