Francisco Bejarano

Guerra de la Independencia

NO sé, ni tengo ganas de comprobarlo, cuándo se empezó a llamar de la Independencia a la guerra de España contra los franceses. El venal (ya se lo hemos perdonado), Petronio en su juventud, conde de Toreno tituló su famosa obra, ahora al alcance de todos, Historia del Levantamiento, Guerra y Revolución en España. Comoquiera que fuere, en el colegio la estudió mi generación como de la Independencia, para el orgullo propio de pertenecer a una nación que había hecho frente a una invasión solapada de los ejércitos napoleónicos, vencedores de Europa, herederos de la Revolución Francesa en su rectificación burguesa, dada al expolio y a la riqueza nueva y fácil, y paladines de la modernidad constitucional. El nuevo Alejandro había abarcado mucho y no pudo apretar tanto. La realeza española dio un ejemplo que aún avergüenza a las personas decentes. Así y todo, España quedó con honra.

No sólo en el colegio se enseñaba la peor derrota napoleónica, junto con la campaña de Rusia, como una gloria digna de un nuevo Homero, sino que en las casas se contaban anécdotas vividas por parientes directos remotos: un retatarabuelo degolló a una patrulla completa de gabachos invitándolos a vino en el ventorrillo del que era dueño, rompiendo las leyes tradicionales de la hospitalidad. En guerra la hospitalidad queda en suspenso. A los héroes, salvo a quienes lo fueron por su profesión militar (la histórica pareja Daóiz y Velarde, Palafox, Castaños) no creo que los hubiéramos soportado con paciencia. Ni a la inocente costurera Manuela Malasaña, ni a la gran sargenta Agustina Zaragoza, ni a la condesa de Bureta, ni al alcalde (los alcaldes) de Móstoles, de quien pido información a mi mostolense amigo Miguel, personajes asombrados y enardecidos por las sombras y luces de una España en hora trágica.

De niños veíamos en los grabados sus gestos grandilocuentes y parecían oírse sus arengan a la tropa herida o medio moribunda. Los dibujaban embellecidos, ennoblecidos y jóvenes en la ruinas de un convento, en la puerta del Parque de Artillería, con la tea encendida cerca del cañón o en las barricadas de las plazas. En verdad nos sentíamos orgullosos de que unos compatriotas nuestros hubieran salido de sus devociones y de sus quehaceres monótonos y pacíficos para enfrentarse a un ejército poderoso. Con la misma edad leíamos las biografías de Napoleón de la Enciclopedia Pulga o de la colección "Quién fue…" y nos percatábamos de su grandeza. "Así fue, nos decían: a mayor enemigo, mayor mérito en la victoria". Los hagiógrafos de Franco resaltaban su llegada al generalato casi a la misma edad que Napoleón. Contradicciones del patriotismo. Y en vuelta de nada, apareció otro Napoleón con Eugenia de Montijo, y el niño que fui pensó que la realeza española había sido muy corriente.

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