Jerez de los jardines (I)
Guerra y legítima defensa
Desde la espadaña
PEOR que la guerra misma es el temor a la guerra, porque una vez que se desenvaina la espada no hay quien aplaque su cólera, ni ley que contenga su desenfreno.
La historia, maestra de la vida, así nos lo enseña reiteradamente, cuando sabemos, por ella, que las ciudades y culturas más excelsas han sido demolidas por sus efectos perversos, que llevan a la pérdida de todos y ganancia de ninguno; que por más que se graben placas los vencedores, siempre salimos todos vencidos.
En estos momentos de civilización (es un decir) estamos bajo la lóbrega nube de la sospecha y la incertidumbre, porque no hay cosa más incierta que el resultado de una contienda. Quien considera la guerra como el último recurso, es porque quizá no ponga recurso alguno, o no interese más arbitrio que el suyo mismo, por más que la población se lo pida de rodillas. Y así estamos, bloqueados por decisiones externas que pueden arrancarnos la paz y la vida, por una jugada de jaque imprevisible y traicionero para la humanidad.
Como afirmaba Cicerón: ‘se emprenderá la guerra de modo que parezca que lo que se busca es la paz’. Es la misma historia de antaño, desde el pitecántropo, como una cadena ininterrumpida de destrucciones, luchas, bofetadas y puñetazos. El gesto destructor de los supuestos portadores de libertad nos llevará, si alguien no lo remedia, al enfrentamiento justificado de unos contra otros, en la defensa de no sé qué clase de ideas que no serán sino ideas para morir, como siempre.
La diferencia, quizá, nada menospreciable, radique en que ya no son palos ni espadas ni artefactos manuales, el riesgo de una guerra institucionalizada, hoy, lo tiene la fuerza atómica, esa brutal violencia del mundo moderno, con la que se me pone la carne de gallina. Hemos sido testigos de hasta qué punto de encarnizamiento es capaz de llegar el hombre, que por un ‘quítame allá esas pajas’, en el colmo del orgullo, no dejaría títere con cabeza.
Podríamos encontrar mil explicaciones psicoanalíticas sobre la agresividad instintiva y el poder destructor inherente al hombre; podríamos encontrar la píldora precisa que le curase de ese mal, un ‘diazepam’ potente que relajara el terremoto de su corazón; podría ser, si confluyéramos en el objetivo común de humanización, que consolara tanta contradicción interna.
De momento necesitamos un fármaco para los Estados, que son los que en este momento han capitalizado la violencia ahorrada por los ciudadanos y se consideran con el poder suficiente como para prohibir a los individuos cometer iniquidades para cometerlas él, en la legal decisión de resolver los conflictos a través de la violencia estatal, naturalmente; que para eso nos representa. Es un fenómeno complejo y con explicaciones de todo tipo, pero que, desde mi punto de vista, casi siempre apunta a la industria del dinero.
No soy capaz de comprender la multitud de tramas y urdimbres entretejidas que pudiera haber en el conflicto que se cierne sobre Europa, ni en qué paso de interlocución están las negociaciones diplomáticas, ni siquiera qué fuerza pudiera tener el derecho internacional vigente, sólo sé que, en cualquier momento, podría reventar la irracionalidad animal por un conflicto de intereses desproporcionados, sin que el derecho internacional pueda hacerse valer. A no ser que la fuerza (he ahí la paradoja) imponga por violencia necesaria el orden establecido por mor de la legítima defensa necesaria que reclamamos los ciudadanos.
El viejo adagio ‘si vis pacem, para bellum’ no es tan descabellado, más aún, si cabe, en la explicación precisa que Cicerón expresa en sus Filípicas: ‘si pacem frui volumus, bellum gerendum est’ (Si queremos gozar de la paz, debemos hacer la guerra). No creo que este pensamiento sea muy aceptado entre los ideólogos lactescentes de lo políticamente correcto; pero suficientemente justificado en el derecho de gentes cuando sienten las amenazas externas de quienes invaden arbitrariamente el límite de la libertad social, individual o territorial.
La guerra viene a ser un flagelo inevitable cuando se trata de restablecer los equilibrios en las tensiones sociales existentes. El tiempo de la invasiones y conquistas ya no tienen cabida en las relaciones internacionales ¿y qué hacer cuando se dan? No hay un Mahatma Gandhi capaz de ‘hacer la guerra’ con la fuerza de la resistencia pacífica; no se vislumbra un Zenón estoico capaz de aguantar los envites de las armas; ni un Jesús de Nazaret que ofrezca la otra mejilla para desarticular las bofetadas del hostil.
El cartelito de ‘no a la guerra’ no detiene la mano de los ladrones, no sujeta la patada en la puerta de los ocupas, ni consolida la sociedad con la legítima defensa de sus intereses. Los liberales ‘eslóganes’ poéticos del 68 ya no sirven para adornar los tapiales de la vieja Europa, sobre todo cuando los adversarios actúan a su libre arbitrio poniendo en juego el derecho que los ciudadanos tienen a la libertad. Entre tanto ¿quién nos defiende, o cómo impedir que un loco dictador siga adelante con sus planes de crueldad y atropello? También puede quedarse uno acampado, pacíficamente, a la luna de Valencia.
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