Hoja de ruta

Ignacio Martínez

Guerra al ruido

Aveces hay noticias que nos proporcionan una felicidad inesperada. La Junta va a aprobar antes de final de año un reglamento sobre ruidos que pretende proteger a los vecinos a los que no ampare su ayuntamiento contra la contaminación acústica. Si hay una materia medioambiental en la que los gobiernos locales son poco diligentes es la lucha contra el exceso de ruido. La limpieza, la recogida de basuras y la depuración de aguas son las niñas bonitas de estos departamentos, mientras que la contaminación atmosférica y la acústica son las cenicientas. Quizá, porque ni se ven y ni se huelen.

Así, en Málaga puede haber una cementera junto a las viviendas de decenas de miles de habitantes, con una chimenea gigante capaz de mandar sus emisiones hasta Marruecos si la dirección y la fuerza del viento ayudan. Así, en Sevilla puede haber discotecas en la calle Betis capaces de acompañar con sus ritmos a miles de insomnes vecinos. Y así, sucesivamente, pueden ustedes completar esta lista con sus casos particulares.

Con el ruido pasa como con otras competencias locales, que amparados en la llamada autonomía municipal los ayuntamientos hacen oídos sordos a las protestas vecinales. Hace unos años el Ayuntamiento de Málaga cambió su normativa de ruidos, pero el nuevo reglamento no bajó los niveles máximos permitidos de contaminación acústica. La gran novedad fue cambiar el botellón de sitio. España pasa por ser el segundo país más ruidoso del mundo, detrás de Japón. Parece que el ruido no nos molesta, nos hace compañía. Al menos es lo que cabe desprender de la escasa diligencia municipal contra industrias y actividades molestas. Y la afición de los jóvenes a las grandes concentraciones festivas en zonas residenciales no promete un futuro más halagüeño.

Sobre el principio de que los ayuntamientos tienen sus competencias y nadie puede toserles, la Familia GIL construyó un imperio en Marbella. La cosa se agravó a raíz del Tratado de Maastricht, y de los retoques realizados para conseguir el sí de los daneses en 1993; se puso de moda en la Unión Europea la subsidiariedad. Ese palabro significa que un asunto debe ser resuelto por la autoridad más próxima al ciudadano afectado. Si esa autoridad demuestra capacidad y eficiencia, claro. El urbanismo salvaje de los locos años 2000 demostró que, a veces, la subsidiariedad se volvía contra los ciudadanos. Con la nueva normativa sobre ruidos, la Junta protegerá a los vecinos de una eventual negligencia municipal. Habrá a quien reclamar.

Sería bueno que además de motos, discotecas, vehículos de emergencia, obras, etcétera, se establezca una normativa para actividades domésticas. A ver si ganamos algún puesto en la clasificación mundial.

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