En esa tierra de opereta que llamamos Cataluña, desde que a Dalí le dio la ventolera de ponerse teleras de pan a modo de sombrero, no hay chaladura que no pueda convertirse en realidad. Perdida ya cualquier esperanza de que alguien nos arranque el monigote de la espalda y nos diga a carcajadas que miremos a la cámara, porque todo había sido una broma (mientras se nos acerca a saludar el tal Puigdemont quitándose la peluca y explicándonos, con acento de Málaga, que ya hay que ser inocente para tragarse una mamarrachada tan gorda), lo cierto es que ahora mismo, de aquella región, nos esperamos cualquier cosa.

Por eso, si hoy nos dijeran que piensan trasladar el Parlament a la casa natal de Mary Santpere, o que se anuncia un pacto entre la izquierda republicana y los mormones, o una reforma de la ley electoral para que las aves de corral ejerzan su derecho al voto, nos quedaríamos tan panchos.

La última es bien conocida: se trata de Tabarnia, esa tentativa de una serie de ciudadanos de Barcelona y Tarragona que han proclamado su propósito de separarse de la Cataluña rural donde arraigan, junto a los nabos y las zanahorias, los votos independentistas. Empleando los mismos argumentos que repiten los separatistas cuando se quejan de tener que compartir su riqueza con una España pobretona y cateta, Tabarnia exige desvincularse de la Cataluña del garrote y el tractor por ser bastante atrasada y por aprovecharse de la riqueza de las ciudades costeras.

Aquí, como vivimos en otro siglo, ni nos planteamos estas cuestiones. Y menos mal, porque luego se le coge gusto, se empieza por pedir la independencia de Andalucía, luego te animas con la provincia, después vendría Jerez, y cuando te quieres dar cuenta, para ir a comprar un cartucho de pescado desde la calle Matadero hasta el freidor de la calle Arcos, lo mismo tienes que atravesar tantas fronteras como si fueras a comprarlo a Namibia.

Las familias numerosas deberán andarse con cuidado porque, el día menos pensado, esa hija adolescente, cansada de recibir órdenes, va y coge un trozo de pasillo, un cuarto de baño y, como quien no quiere la cosa, en el rincón del sofá donde ella se sienta hay una hora menos porque lo ha convertido en otro país.

Lo raro es que no se haya comercializado todavía ningún estuche nacionalista para regalar por estas fechas. Igual que hay cajas muy completas con todo lo necesario para el cuidado personal, se podría poner a la venta un kit separatista: una caja con todos los avíos para ejercer el derecho a la autodeterminación sin tener que salir de casa: con su urna y sus papeletas para asegurar las garantías democráticas; con su paquete de pañuelos por si hay que hacerse la víctima; sus lápices para colorear la bandera; letras enormes para hacer rótulos en el idioma propio y, naturalmente, pasaporte en regla. Por si la cosa se pusiera fea y hubiera que huir a otro país, así fuera en el bloque de enfrente.

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