A paso gentil

antonio brea

Helenio el Mago

No ceso en mi escepticismo ante la supeditación a intereses extradeportivos de una de mis grandes pasiones

Faltan apenas horas para que el balón comience a rodar por los campos de la máxima categoría masculina del principal espectáculo de masas en España. E introducimos a sabiendas el matiz del género, en un contexto de cansina y sesgada ofensiva mediática por la que se pretende captar, artificialmente, la atención del público hacia su versión femenina. Una campaña probablemente forjada en los mismos cenáculos que promueven la erradicación del balompié en los patios escolares, por ser discriminatorio para las niñas. Paradojas de la enloquecida era a la que nos asomamos en plena madurez.

No por consolidado, deja de ser un disparate el inicio del calendario a mediados de agosto, con las plantillas pendientes del cierre del capítulo de altas y bajas y con unas temperaturas nada favorables para la práctica en el césped u observación desde la grada, de ejercicios tan exigentes al aire libre. Uno más de los peajes que pagamos en el proceso de homologación de nuestros hábitos y costumbres con los de los vecinos del otro lado de los Pirineos.

En momentos así, es inevitable sentir nostalgia por épocas que uno vivió y en las que el mes en curso se veía limitado a la disputa de torneos amistosos, a la espera de la reanudación de la actividad normal, en septiembre. Inmerso en semejantes añoranzas, evoca mi memoria la figura del ingenioso futbolista y entrenador argentino Helenio Herrera, apodado por varias generaciones como El Mago. Un personaje que nos enseñó a los amantes del deporte rey que con diez se juega mejor que con once y que los partidos se pueden ganar sin descender del autobús. Nacido en la segunda década del siglo XX y fallecido poco antes del final de la centuria, quedó vinculado en los años cincuenta al recuerdo de dos aficiones andaluzas, al dirigir al Málaga primero y al Sevilla después.

A principios de los ochenta disfruté la oportunidad, siendo casi un adolescente, de verlo dar órdenes desde el banquillo a su último equipo, el Barcelona, cuyas estrellas foráneas eran Schuster y Simonsen, en ese tiempo en el que sólo se podía inscribir a un tope de dos jugadores extranjeros y la competición no estaba tan desequilibrada del bando de los privilegiados.

De hecho, y volviendo a la actualidad, aunque como muchos compatriotas ya tenga abonado el carné para seguir regularmente a la escuadra de mis amores, no ceso de experimentar un creciente escepticismo ante la mercantilización sin fin y la supeditación a intereses extradeportivos de una de mis grandes pasiones.

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