Que el coronavirus iba en serio lo empezamos a entender muy pronto, según iban llegando cifras de fallecidos y nombres de padres o abuelos de amigos. El último zarpazo nos ha arrebatado a nuestro amigo el filósofo Javier Hernández-Pacheco.

Da pudor decirme amigo suyo, porque parecerá que presumo, y él no fue para menos. También porque apenas estuvimos juntos cuatro veces, que ahora atesoro en mi memoria. Quizá a alguien que me lleve la cuenta de la de amigos que escribo que tengo, le choquen tantos, pero es un privilegio de lector. Con Javier crucé muchas cartas y he leído varios de sus libros. Un libro es el alma de quien lo hizo en su quintaesencia: con todas las horas de experiencias y lecturas previas, de estudio y reflexión, de redacción y corrección comprimidas y depuradas, y dichas a tu oído, y del brazo, entre las manos. Quien leyó, lo sabe.

Cuando el leído es un contemporáneo y te carteas y os veis, felices de veros, de vez en cuando, la relación ya es íntima. Me encantaba un divertimento de Javier sobre la filosofía de las buenas maneras, titulado Usted primero. Él, que tenía un trato franco, nada afectado, era el hombre adecuado para hablar de un tema tan delicado a fondo sin melindres ni esnoberías. Yo caigo ahora en que hay muy pocas ocasiones en las que lo educado sea pasar antes: en un ascensor, por si se cae, o al entrar en un taxi, para ir arrastrándose uno. La muerte es una de ellas y Javier, fiel a su libro, ha tenido la brusca delicadeza de hacer justo lo que le cantó Chesterton a su amigo J.S.P. en el poema "In memoriam": "Por delante de mí tú has ido siempre/ abriéndome camino: lo has abierto/ entre los tontos y entre los más sabios,/ entre los vivos y, ahora, entre los muertos".

Lo último suyo que leí fue un ensayo clarividente sobre Millán-Astray, fundador de la Legión, traductor del Bushido de Inazio Nitobe y capaz de asumir, pero con un salvífico giro cristiano, la filosofía de la muerte que se imponía en la Europa de su tiempo. Es un análisis asombroso y valiente.

Fue lo último suyo público; en privado, hace muy poco, me dio un consejo: que mis artículos no resultasen nunca predecibles. En éste de hoy, como en tantas otras cosas, no estaré a su altura. Nada más predecible que, dedicando un artículo a Javier Hernández-Pacheco, acabe con una acción de gracias por haber compartido un trecho de la vida con un hombre tan bueno y tan sabio.

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