El otro día se inauguró un programa televisivo en el que el personal contaba dónde se encontraba en un determinado año. A los que ya estamos en ese espacio cronológico que mira hacia abajo, nos gustan esas cosas que recuerdan tiempos que se fueron. Como el lunes fue veinte de noviembre muchos se han acordado de aquella fecha que, a todas luces, cambió el rumbo de España. Este que esto les escribe era entonces un, todavía casi adolescente, estudiante de Magisterio; hoy sería muy fácil contarles historias de aquel día y que uno era un luchador implacable por la conquista de no sé qué o, incluso, que uno fue corredor de fondo ante unos guardias vestidos de gris. Pues no, de nada esto puedo contarles ni presumir de lo que uno nunca fue ni de lo que jamás le ocurrió. El veinte de noviembre de aquel setenta y cinco este sólo era un muchacho que se enteraba, únicamente, de ciertas cosas y, aquello de lo que hoy muchos presumen - como le ocurría a la inmensa mayoría, a casi todos de los que, por entonces, teníamos dieciocho años - no fue nada más que una fecha importante en la Historia del país; no, ni mucho menos, un hecho crucial en la vida de un chaval de dieciocho años. Muchos somos, casi todos los de mi generación, los que vivimos un tiempo en el que sólo estábamos preocupados por las particulares historias de cada uno. El veinte de noviembre de aquel año sucedió lo que sucedió y el acontecimiento tuvo el desenlace que tenía que ser. Aquellos, como yo, muy poco hicimos para cambiar el discurrir de los acontecimientos. La inmensa mayoría de los estudiantes que teníamos dieciocho años de los de entonces vivimos un día que resultó crucial para el acontecer de España; pero nosotros estábamos en otras cosas distintas a las que hoy se cuentan y fuimos protagonistas de un hecho muy de pasada; sólo expectantes. Casi nadie fue, por mucho que digan, héroes de nada.

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